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    Una mañana de invierno, cuatro años antes de este día, quiso agacharse para alzar un trébol, que no era de cuatro hojas, y no pudo. Un pequeño tirón, seguido de un fuerte espasmo y un dolor que no se iba. Solo eso, quiso agacharse y no pudo. Treinta y dos años antes de esa mañana, durante los cinco días en casa de su padre en el receso invernal de 1987, comenzó el principio del fin de una sistemática repetición de años. Vieron varias películas en video y, en un cine de calle Lavalle, entraron a la proyección de “Hombre mirando al sudeste, 1986” de Eliseo Subiela. A la salida, tomando un café en un bar de la peatonal, le preguntó a su padre por qué la señora se cambiaba los zapatos antes de entrar a la iglesia. Le contestó que era una práctica bastante habitual entre la gente caída en desgracia. Entre aquellos que tuvieron y ya ni tienen. Y, en menor dimensión, entre los que jamás tuvieron. Probablemente, tendría un solo par de zapatos en buen estado y necesitaba conservarlos así. Por lo tanto, para caminar por la calle usaba los gastados y, a metros de llegar a la cita, se calzaba los flamantes. Era simple economía, no había nada místico en el acto.

    El Dr. Grimoldi liberó al papel del nylon y lo estiró haciendo saltar el clip que lo abrochaba. Los dedos regordetes, coronados con uñas y cutículas comidas hasta el paroxismo, desplegaron el papel plegado en tres. Balanceando la pequeña y desproporcionada cabeza centrada en un cuerpo que ya era obeso antes de aumentar los últimos 60 kilos, y apretando los labios con gesto enjuto, leyó mentalmente el informe. Cirano observó que el reloj de pared, a espalda de Grimoldi, señalaba las 13.04 hs. Las cortinas de la ventana están corridas y traslucen una luz avara, razonable. El paisaje más allá del consultorio no tiene color ni sentido. Sin levantar la vista del papel, evitando el contacto visual, y repiqueteando el dedo índice sobre el escritorio, Grimoldi usa su habitual tono de voz suave y condescendiente.

— Malas noticias… - Con un exagerado gesto de resignación en el rostro - otra vez hay células cancerígenas… lo siento… vamos a tener que hacer una biopsia, una tomografía y una resonancia… con urgencia… - Alzando la vista y mirando el limitado horizonte por sobre el hombro izquierdo de Cirano -.

    Se había instalado solapadamente, poco a poco. Cirano al principio se sintió molesto, enojado, con ganas de dormirse y despertarse mucho tiempo después, desesperado, pero parado sobre otras y desconocidas ruinas. Una vez en su lugar, se quedó quieto como el niño que, en un juego, se esconde detrás de un árbol. Así fue como durante un tiempo se convenció de que ya no sucedía nada, persuadido por él mismo de que todo había sido un mal sueño. Ahora el niño salía de su escondite y él se acordaba de esa pintura de Carl Heinrich Bloch con un Sansón con el pelo rapado, semidesnudo y derrotado, obligado a realizar trabajos forzados y burlado por los Filisteos después de haber sido traicionado por Dalilah.

    Una hora antes, Cirano había llegado al hospital luego de manejar dos horas por la autopista, dar cuatro vueltas a un mismo puente y pasarse diez cuadras. Nunca había tenido habilidad para ubicarse geográficamente y, por alguna razón, el GPS había dejado de hablarle a mitad del camino.

    Entró al hospital, bajó por la escalera al primer subsuelo y retiró el estudio que se había hecho dos semanas atrás. No lo abrió ¿Qué sentido tendría? Volvió a subir a planta baja y se dirigió hasta la admisión. Corroboró su turno de las 12 hs con el Dr. Grimoldi. — Piso 5 consultorio 505 – dijo la recepcionista y exigió el copago. Cirano pagó y subió en el ascensor hasta el quinto piso. Se sentó en una silla de la sala de espera, acomodó el informe en la silla contigua y se fugó de su realidad escondiéndose en “Otras voces, otros ámbitos, 1948” de Truman Capote. Viajó a ese sur decadente que le fascina, ese sur de Mark Twain, de Faulkner, de Carson McCullers, de Flannery O’Connor, de Katherine Anne Porter, de Eudora Welty y de Tennessee Williams. Siempre exceptuaba a Toni Morrison, porque, más allá de sus propios tíos Tom, bailaba sobre esa decadencia. Y no la culpaba, ella estaba al otro lado de la orilla de ese sur decadente que, con aroma al Mississippi, el viento se llevó. En plena lectura se dio cuenta de que los zapatos de asistir al médico habían quedado en el asiento trasero del auto. Con el apuro, por eso de llegar sobre la hora, no se los había cambiado. Y no era un acto económico sino exclusivamente místico. ¿Cómo entrar al médico sin los zapatos para el médico? ¿Podía ir hasta el estacionamiento y cambiárselos? ¿Y si en ese trajín lo llamaban? Cirano cerró el libro y, mientras se incorporaba, apretó el informe contra el Capote. De pie, delante de la fila de sillas, vigiló unos instantes la puerta 505, estaba cerrada. Se apresuró a ir hasta el ascensor, pero, a medio camino, escuchó la puerta abrirse y al Dr. Grimoldi gritar desde el consultorio.

— Balto, ¡Cirano Balto!

    Cirano sufrió un apagón. Veía a Grimoldi repiquetear anestésicamente con el dedo índice la mesa, moviendo los labios como dentro de una de esas antiguas películas mudas. Y, mientras intentaba encenderse e interpretar algunas de las palabras que, por meras rimbombantes, escuchaba, visualizó una enorme y profunda piscina de una casa en los suburbios, probablemente porque la semana anterior había estado leyendo las casi 1000 páginas de los “Cuentos, 1978” de John Cheever. Pero no nadaba enfundado en una ajustada malla como lo había hecho Burt Lancaster, sino que, completamente vestido, se sumergía hundiéndose lentamente en el agua, o quizás, porque la imaginación imita modelos ejemplares y las imágenes los reproducen reactualizándolos, como la teofanía de Cristo siendo bautizado por Juan el Bautista.

    Grimoldi explicaba los pasos a seguir. Escuchó lo que otra vez ya había escuchado, “pre quirúrgicos” y “biopsia”, “tomografía” y “resonancia”, “intervención quirúrgica” y “quimio”. En las intermitencias de la atención, sumergido en la piscina o ahogándose en el agua del inodoro como lo que ha sido desechado, pensó en ese discurso simétrico, contenedor, perfeccionado como esas anécdotas familiares de sobremesa, que les hace ver todo diferente en la primera sesión a sus propios pacientes con cáncer. Pensó en la media docena de cuentos sin corregir, en esa irrefrenable obsesión por la letra chica que hace interminable el ensayo en el que trabaja desde hace casi cinco años, en esas dos películas que también vio durante 1987 y marcaron la manera de comportarse en la totalidad de su vida futura. En que todo se lo debía a aquel José Miguel García Carande y a aquel John Gray obnubilado por aquella Elizabeth McGraw. ¿Por qué impactaron tanto en él? Pensó en su madre. Pensó en quien no lo eligió, en quien no pudo elegirlo y ve sus fotos a diario, en lo feliz que se pondría (al enterarse) quien le dijo que era una amenaza para su suministro de nitrógeno y oxígeno. Pensó en la que ya no está y en Ella, que en ese instante estaría llamándolo por teléfono para preguntarle cómo había salido todo. Pensó en el declive que estaba en marcha y que había permanecido invisible hasta que ahora era imposible ocultarlo. El reloj de pared de plástico barato en forma de hogar cucú, con el pato Lucas haciendo equilibro sobre un palito donde debería estar el pájaro, marcaba las 13.08 hs. Grimoldi se había detenido a mirar la pantalla de la computadora y volvía a hablar. Cirano escuchó que le decía que iba a pasar el informe a la historia clínica de la computadora. Luego, le escribiría las prescripciones y le pondría “urgente” para que le dieran turnos lo más prontamente posible para los pre quirúrgicos. Pero antes de la biopsia debía hacerse una tomografía y una resonancia para no perder tiempo para comenzar la quimio. Grimoldi tomó el papel del informe que, como un acordeón, se había vuelto a acurrucar, y lo volvió a estirar. Le dio otra rápida lectura mental, seguramente para fundamentar la redacción de la historia clínica y, de súbito, su solemne seguridad se resquebrajó hasta quebrarse.

— No… No… No… ¡Espere, espere Balto! No… No… No hay que hacer nada - releyendo en voz alta lo que acababa de releer mentalmente - Había leído mal. ¡No! ¡Espere! ¡Espere!! Dice - hablándose a sí mismo - “No se encuentran células cancerígenas”, es que el “No” estaba en el renglón de arriba y había leído “Se encuentran células cancerígenas”. - Justificándose para sí mismo – Discúlpeme Balto, fue un error mío.

— Entonces, ¿está bien el informe?

— ¡Sí! ¡Sí, ¡Sí! – No se preocupe Balto - Releyendo otra vez en voz alta el informe como para terminar de convencerse - ¡está normal!

— Entonces, ¿qué debo hacer?

— Nada… siga con la medicación. Nos vemos en seis meses, para hacer otro chequeo, como siempre… - Haciendo contacto visual por primera vez -

    Cirano salió del consultorio y entró al ascensor con otras tres personas que también bajaban. En planta baja se abrió la puerta automatizada de la salida, la traspasó, caminó dos metros por un camino de baldosas que separaba dos anchos canteros de césped que se extendían ante la fachada, sedientos de lluvia y salpicados de zonas marchitas. Al llegar a la vereda extrajo el teléfono del bolsillo interior del saco y le subió el volumen. Había varios mensajes de WhatsApp, casi todos de pacientes. Con el dedo pulgar hizo presión hacia abajo en el vértice superior izquierdo de la pantalla. Leyó los dos primeros renglones del mensaje de un paciente que le decía que se sentía muy pero muy mal, que la angustia lo desbordaba porque le parecía que tenía muchos errores en el segundo parcial de “Historia de la Mesopotamia” y lo reprobarían. Había tres llamadas perdidas de Ella. Miró hacia abajo, y en el zapato derecho, en el espacio entre la punta y los cordones, se había posado una flor de diente de león. Se inclinó y, tomándola, la sostuvo entre la yema de los dedos índice y pulgar. Se incorporó, volvió a mirar los zapatos y los vio relucientes. Acomodó la flor a ínfimos centímetros de sus labios, ensanchó los pulmones, bebió una bocanada de aire (hizo una pausa, quizás algún deseo) y sopló. Viendo cómo la flor volaba por sobre la gente se secó una lágrima con el reverso de la palma de la mano. Los latidos de su corazón todavía estaban acelerados. Unas nubes altas y deshilachadas tapaban al sol. Días atrás ella le había dicho que le era imposible navegar por ese océano de cielo si él no era la corriente. Como un eco urgente, desde adentro de cada partícula de su cuerpo, comenzó a resonar Serrat cantando a Benedetti “Una mujer desnuda y en lo oscuro tiene una claridad que nos alumbra, de modo que si ocurre un desconsuelo, un apagón o una noche sin luna, es conveniente y hasta imprescindible tener a mano una mujer desnuda”. Él se abolló la oreja con el teléfono. Ella no lo dejó sonar dos veces.


Pintura, " Desnudo reclinado con pelo suelto" (1917) de Amedeo Modigliani

07.06.2023