Tres días antes del día del psicólogo salía feliz de una librería de usados en calle Corrientes con una edición de la editorial Nova impresa el año de mi nacimiento de “El devenir de la religión” de Alfred North Whitehead. Como tenía dos horas para subir a la traffic que me llevaría a San Pedro me senté con un café mirando hacia el obelisco en el primer piso del “Tostado” qué tiempo atrás supo ser “El café de la ciudad”, bar donde estudié parte de mí Lic. en Psicología. Ana Belén contándome que un viajero llamado Alain Delón le quiso enseñar a besar, interrumpió la lectura avisándome, como siempre, que había llegado un mensaje con un video a través WhatsApp. Maradona llora tras perder la final del campeonato del mundo de 1990 y Bilardo —a pesar de su propia angustia— intenta cubrirlo con su cuerpo para que las cámaras no lo filmen en esa condición, Imagino que considera que él no es suficiente e intenta formar una barrera, y así, Goycochea se suma a Bilardo y Ruggeri llega después. Normalmente, este video aparece en mis sesiones como ejemplo para trabajar algo muy distinto al sentido que surgió ahí, porque en ese momento se me antojó que es así como trabaja un psicólogo. Hay un prejuicio generalizado e instalado al estilo leyenda urbana —el nuevo sentido decanta de acá— de que el psicólogo debe ser un espíritu impoluto, una persona sin problemas ni dificultades imprevisibles y, que su vida es toda felicidad y perfección porque de lo contrario no estaría a la altura moral ni ética para atender pacientes. Es cierto que siempre digo a mis colegas cercanos, a manera de sugerencia, que para tener éxito como psicólogo es más importante parecerlo que serlo, pero creer en la exacta homeóstasis, en el constante bienestar emocional del psicólogo es como estar convencidos de que el dentista no tiene caries, que los peluqueros no son pelados y lo mejor es saber que si uno es médico y hace la especialización en oncología nunca va a ser diagnosticado con cáncer. No es así, lo aseguro. El psicólogo también tiene problemas en su empleo, deudas que pagar, hijos que se enferman, él mismo se enferma, pacientes, amigos y familiares que mueren, parejas que traicionan y abandonan, entre otras cosas que ameritan caer en baches. El psicólogo tiene tantos problemas antes de la puerta del consultorio como los pacientes. Como todos los seres humanos, a veces es el domador y otras (muchas más) el payaso, a veces está arriba y otras (muchas más) abajo. Pero lo cierto es que Bilardo no tenía que jugar al futbol mejor que Maradona, la función de Bilardo era cuidarlo y hacer que Maradona jugara bien.
Alzo la vista de Whitehead para dar un sorbo al café mirando hacia la escalera justo en el instante en que aparece sigilosa, dubitativa y sosteniéndose con la mano derecha del pasamano, la silueta de un niño de unos 8 años con una pila de estampitas arrugadas en la mano izquierda. No pestañea mientras hace un rápido paneo de las mesas, ve de soslayo que a unos 20 metros y apoyado contra una columna del fondo está el guardia de seguridad ensimismado en el teléfono celular. Cinco mesas ocupadas, una pareja se toma las manos sobre un yogurt y un vaso alto que rebalsa con un líquido espeso y verde, tres hombres vestidos con traje ocupan tres mesas dispersas por el local, dos miran el celular y otro a Whitehead. Contra la ventana de Corrientes, cuatro mujeres promedian los treinta y sobre su mesa hay una plétora de ensaladas y bebidas de colores inclasificables, tres de ellas se desgranan en carcajadas estridentes, probablemente por una ocurrencia de la cuarta que se ríe menos y no deja de hablar gesticulando vehementemente con las dos manos en el aire. En la mesa por delante de la mía, sobre Carlos Pellegrini, un hombre que vive en la calle, prejuzgando por su vestimenta y por las dos bolsas negras de consorcio apoyadas en el suelo junto a sus pies, saborea por demás un café dilatando su estadía dentro del mundo. El niño mira directamente al guardia de seguridad que con la intuición que da la experiencia levanta la vista del celular y con un gesto displicente camina hacia él con paso cansino y desganado. El niño sabe que tiene solo una oportunidad ¿Qué mesa elegir?, los más cercanos son dos hombres vestidos con traje mirando en soledad la pantalla de sus celulares, la tercera opción es la pareja feliz, luego en cercanía siguen las divertidas cuatro mujeres a las que Dios Yahvé repudiaría por veganas como hizo con Caín. El niño, que me recordaba al Antoine Doinel de “Los cuatrocientos golpes, 1959” de Truffaut, dio un salto sobre un lampazo y un balde con agua turbia, insensatamente olvidados junto a la barra, corrió haciendo zigzag entre las mesas y ofreció las estampitas a la que estaba delante de la mía. En el instante en que el guardia de seguridad llegaba por detrás aferrándolo por el brazo para sacarlo del local y en medio de la resistencia y el forcejeo, el hombre raído por la vida encontró un billete abollado de $50 en una de sus bolsas y lo apretó en la mano distendida y abierta del niño. La tensión cedió, todo fue silencio excepto porque se escucha una vieja canción de Julio Iglesias. Miro hacia el obelisco y con los mismos precisos y mecánicos movimientos con los que hace momentos se burló de las mesas, el niño cruza entre autos la avenida. Una anciana arrastra un carrito vacío de supermercado, un senegalés ofrece cinturones de cuero a un hombre que menea la cabeza en evidente negación sin poder evitar que el vendedor lo persiga por la vereda insistiendo en el ofrecimiento. El tipito del semáforo palideció, cruzan los peatones. Probablemente porque ya debe rondar los cincuenta o por el pelo que ha dejado el castaño natural y se tornó azabache o por la estética rollinga que ahora estila, me costó dos miradas y quitarme los lentes reconocer a una mujer que estuvo por mi vida muchos años atrás y que creía viviendo en Rusia. Sonriente y orgullosa, con paso seguro de enamorada, cruza caminando desde la plaza de la República hacia el bajo tomada de la mano de un hombre alto, canoso y corpulento que usa brillantes pendientes en las orejas, una remera de un equipo de fútbol (como saben el fútbol no es lo mío pero deduzco que de Chacarita) y lleva en la mano un libro visiblemente ajado de las cien mejores frases de Osho. Durante los diez segundos que la seguí con la vista desde la protección de la altura, me hizo acordar a la decadencia de la Carrie Bradshaw de la última temporada de “Sex and the City, 1998-2022”, pero una vez que desapareció de mi ángulo de visión y terminó el apagón de la razón, pensé en que cosa extraordinaria era el amor y brindé dando un sorbo al diminuto vasito con agua, comprendiendo que por fin había logrado ser feliz instalándose como habitante permanente en un mundo al cual siempre había pertenecido, dejando de lado el intentar insistir vivir en uno que no comprendía y en el que era una extraña polizón. Afuera hace calor, el último sol de la tarde chamusca las petunias de la plaza.
¿Existe la empatía? No (y punto). Es un concepto errado y absurdo que suplantó a mediados del siglo XX al de “simpatía” que también se usaba para no utilizar el correcto y que resulta políticamente incorrecto, “lástima”. Ya no podemos decir sirviente sino “persona que ayuda con las tareas de la casa” no podemos decir portero de edificio sino “encargado” y no podemos sentir lástima, sino que tenemos que sentir “empatía”, ¿Qué la empatía es un concepto infinitamente más preciso y amplio que la lástima? No (y punto). Es lo mismo. Sin embargo, si existe la alteridad, que es un ejercicio de aprendizaje en el cual se intenta comprender y analizar el mundo desde el punto de vista del otro. Eso solo se logra con la experiencia, el niño tiene la certeza que quien le va a “comprar” la estampita es el que realmente comprende lo que está viviendo (el resto siempre es expiación de pecados y ya bien lo explicó el personaje de Arturo de Córdova en “Dios se lo pague, 1948” y para eso lo mejor es vender estampitas a la salida de la misa), comprender un estado existencial es mucho más simple si se lo ha transitado, o se ha transitado un estado similar, por eso la “lástima” o “compasión” es por excelencia la enfermedad. Carl Gustav Jung repitió hasta el cansancio que un psicólogo no se hace solo leyendo libros, sino caminando la vida “El Diablo sabe por Diablo, pero más sabe por viejo”, sentencia un antiguo refrán alemán. Algún día, cuando vean a un hombre en la calle con un sombrero en el suelo tocando desafinado una canción triste con un tonete, párense cerca y observen quienes son los que le dan monedas, van a observar que quienes se las dan cargan una guitarra física o simbólica o son los tan miserables como él. Ustedes solo mascullarán para sí mismos, ¡qué desafinado!, esbozando una leve sonrisa y se irán.
Los últimos diez minutos navegaba entre las letras de la misma página, Whitehead me había hecho naufragar en una frase y en la ilustración del capítulo a página entera con “La última cena, 1495/1498” de Leonardo da Vinci. La noche anterior había terminado de revisionar una vez más la serie “Mad Men” (2007-2015), y Whitehead me obligó a asociar y perderme en los momentos finales del último episodio. Para ser honesto (y seguir las notas que fui tomando en las servilletas marca “Tostado” y que ahora junto a mi teclado, en vísperas de noche de brujas, van estructurando este ensayo) primero me acordé de Pablo Picasso hablando en una entrevista televisiva sobre la pintura en cuestión diciendo que es un gran ejemplo de como una obra de arte no puede estar ajena a su contexto porque si alguien que no conoce la historia ve el mural pensaría que son un montón de hippies terminando de comer en un restaurante y a la hora de pagar la cuenta uno de ellos les dice al resto que no va a dar su parte porque no trajo dinero y ese es el momento retratado. Unos se lo están recriminando intempestivamente mientras que otros discuten quien va a pagar la parte del dinero faltante. Y ahora que me doy cuenta, contado así parece una variación de la primera escena de “Reservoir dog, 1992” de Quentín Tarantino. Y ahí, a la manera de epifanía, me convencí de que Judas había sido imprescindible para Jesús, me interesa aclarar para que no crean que mis asociaciones mentales están fuera de control, que los dos últimos años —en tanto a lo que son mis lecturas bíblicas— me he abocado casi en exclusividad al estudio y memorización de Mateo.
¿Acaso es tema de debate que sabía para qué había nacido?. Hijo de un Dios que no sugiere, sino que ordena a los mortales que sigan sus enseñanzas si quieren conseguir la salvación. Un Dios que concibió un hijo solo para que sufra la peor tortura y una muerte cruel. Su nacimiento tiene una misión: conseguir la redención de los humanos por el pecado de Adán y Eva, y vengarse del Diablo por arrebatárselos. Engañar al Diablo y convertirlo de engañador a engañado. Una pelea inútil y sin sentido planificada por un Dios que está muy aburrido, un Dios esquizofrénico y rencoroso que a veces es Dios y otras dice ser el espíritu santo contra una víbora que miles de años atrás había corrompido a sus dos primeros hijos diciéndoles que ellos también podían pensar, razonar y saber. El Diablo agotó sus tres recursos para tentarlo, pero Jesús no era Eva, él era y es incorruptible y repetía a rajatabla la palabra de Dios. “Dios y yo somos uno” dice Jesús, por lo tanto, es todopoderoso como aquel. ¿Cabe alguna duda que sabía que moriría en la cruz?, ¿que esa era su misión? No. Cristo es el héroe de esta historia y como todo héroe tiene su sombra. Su sombra se llama Judas. Judas es su mano derecha, su mejor apóstol, el preferido indiscutido, Jesús sabe que Judas lo ama, que haría todo él. Y se aprovecha de la inocencia y del amor incondicional de Judas. En la última cena Jesús dice:
Mateo 26:20-44
“…. Les digo la verdad: uno de ustedes me traicionará… el hijo del hombre tiene que morir como está escrito…”
Entenderán que yo no estaba ahí, pero puedo imaginar a un inspirado y sereno Jesús recorriendo con la mirada a cada uno de sus apóstoles hasta detenerse en los ojos de Judas. Judas, que no puede soportar la mirada fija e infinita de Jesús, baja la vista hasta una imperfección de la madera de la mesa y, totalmente desolado, desbordante de angustia y con la voz entrecortada, le pregunta:
“¿No seré yo verdad maestro?”
Jesús dice: “Sí, eres tú”
¿Judas traicionó a Jesús u obedeció su orden? ¿Por qué elige Jesús a su hombre de mayor confianza sino porque considera que no lo iba a defraudar? Obviamente es Dios y de haber querido evitar la traición lo hubiese hecho (eso lo diferencia de “Crónica de una muerte anunciada, 1981” de Gabriel García Márquez porque en este caso todos lo sabían incluso la víctima). ¿Cuál es la traición si uno mismo planifica la secuencia de los hechos? Judas era parte del plan divino. Sin Judas nada era posible, él era la pieza esencial, el que ponía en funcionamiento la maquinaria de la redención y daba sentido como en un montaje teatral a la historia. ¿Judas se ahorca por la culpa de la traición o porque su vida sin su maestro carecía de sentido y habiendo cumplido con la tarea asignada y sostenido por su fe incondicional, consideró necesario seguir a Jesús al “más allá” como lo venía haciendo en la tierra? Evidentemente, Jesús se había vuelto imprescindible en la vida de Judas como en la de ningún otro, ya sabemos que hubo que esperar más de 100 años para que cuatro personas que no lo conocieron contaran que había existido y lo convirtieran en un mito útil e imprescindible y casi 500 años de debates eclesiásticos para decidir si el cristianismo iba a ser una religión independiente (de credo) o iba a ser un spin off de la religión judía (de raza). La respuesta es harta conocida, el cristianismo es el primer spin off de la era moderna occidental.
Sigue sonando Julio Iglesias, acababa de terminar “Mi dulce señor” y comienza “Déjala” y me doy cuenta de que es el álbum completo “El amor, 1975” el que está saliendo por los parlantes de “Tostado” y sonrío pensando que el próximo tema se va a escuchar bajito. Siempre me pregunté cuál sería la razón de que “Candilejas” fuera grabado en un volumen tan bajo. El hombre de la mesa de adelante vigila intermitentemente las bolsas a sus pies como si toda su vida estuviera ahí adentro. Les contaba que terminé de ver otra vez “Mad Men”, a la que considero la mejor serie dramática de la historia de la televisión. Su protagonista, Don Draper, un exitoso publicista con un halo de misterio, desbordante de talento y fascinante carisma, tiene la extraña habilidad de tornarse prescindible para todos los que lo rodean. Desde el primero hasta el último, los créditos de cada uno de los episodios van acompañados de una melodía pegadiza y de una animación de Drapper en caída libre desde lo más alto de un edificio. Lo vemos flotar en el aire despreocupado como quien, en ese instante en que la inercia deja de existir, se siente liviano como una pluma, como el protagonista de “Desde el jardín, 1979” de Hal Ashby caminando sobre el agua de una piscina o como el mismísimo Jesús lo hiciese sobre las aguas del mar de Galilea (Mateo 14:25) A medida que transcurren los episodios y las temporadas se apilonan, Drapper se va volviendo prescindible para sus mujeres, sus amantes, sus hijos, sus amigos, sus compañeros de trabajo, sus subordinados e incluso hasta para él mismo, y, sin embargo, continúa en una carrera existencial intentando poder respirar aire puro, braceando en aguas turbulentas buscando un sentido para frenar esa caída libre. Drapper da muestras sobradas de cómo volverse prescindible y el talento que tiene para ello es simplemente formidable.
Al fin y al cabo que es el amor si no volverse imprescindible para el otro. El amor es un ejercicio diario de sutiles gentilezas y sistemáticas asistencias. El amor es paradojal y adictivo, la receta para ser amado es la que propone Antoine Saint-Exupéry en la página más brillante de su obra maestra “No soy para ti más que un zorro semejante a cien mil zorros. Pero, si me domesticas, tendremos necesidad el uno del otro. Serás para mi único en el mundo. Seré para ti único en el mundo.” (de “El principito, 1943”). Drapper no lo comprende y lo hace todo mal y, sin embargo, insiste en encontrar un sentido a su vida sin darse cuenta que es feliz. Que trágico no saber que se es feliz. Algún día, quizá dentro de 30 años, cuando le llegue el momento de escuchar “My Way, 1969” por Presley o por Sinatra, va a mirarse en el espejo y preguntarse ¿Por qué nadie me aviso de que en ese momento era feliz?
Varias mesas se han ocupado y otras han quedado disponibles. Está terminado “candilejas”. La pareja enamorada ahora discute. Ella, visiblemente enfadada, se levanta de la silla, él intenta retenerla con una mano desde el antebrazo, pero no lo logra (supongo que no tiene la práctica del guardia de seguridad) y, en cambio, se embadurna la manga de la camisa con yogurt, entonces, en un acto reflejo amaga incorporase pero se deja caer nuevamente en la silla viendo como ella baja apresurada las escaleras sin volver la vista atrás. Antes de irme extiendo otra servilleta y anoto con mi lapicera negra una idea que se me ocurre y que algún día utilizaré para algo: El laberinto más complicado conocido por el hombre fue el del minotauro de Creta. Una vez hallado el centro solo dos hombres lograron salir con vida, Dédalo, el gran arquitecto —constructor del laberinto— que sin poder encontrar la salida, aun teniendo los planos, fabricó alas para poder escapar volando (junto a su hijo Ícaro que murió al derretirse la cera de las alas al acercarse demasiado al sol) y el gran héroe Teseo que logró encontrar la salida gracias a que su amada Ariadna le dio la punta de un ovillo de hilo mientras que ella sostenía el otro extremo para que pudiera regresar una vez concluida la misión al mejor estilo del Hansel de Gretel. Antes de meter la última servilleta en el bolsillo del saco y bajar las escaleras que me llevarán a la calle, dejo varias preguntas anotadas para algún día tomarme el trabajo de reflexionarlas ¿Para salir de un laberinto hay que ser astuto? A saber, astuto según la RAE es: Habilidad para comprender las cosas y obtener provecho o beneficio mediante engaño o evitándolo. ¿Cómo ser astuto para escapar de los laberintos en los que se encuentra atrapada nuestra mente? ¿Cómo engañarnos a nosotros mismos?
31.10.2022