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Pentimentos, magia y un reloj

 


        Seis meses atrás se lo podía ver con su novia, 35 años más joven, caminando por el barrio o paseando en bicicleta por la ciudad. Pero esa extraña habilidad sempiterna para burlar el destino y tornar la suerte a su favor, falló — siempre falla —. A sus 94 años, la moneda que desde hacía demasiado tiempo rodaba de canto, hizo de trompo, se ladeó, fue cruz y el juego se terminó. Como un buen guiño de ojo a una mujer sentada en la mesa de un bar con su marido, un otoño ya no hubo bostezos de sol ni noches viendo engordar y adelgazar la luna. Comenzó a parecerse a una de esas grandes banderas de las plazas en un día sin viento. Pasaba largas horas en la mecedora con los ojos cerrados, imaginando que ese vaivén simétrico era el vaivén del viento y, que sobre un avión, aún le quedaban viajes y lugares por recorrer. Pero un día, antes de barrer la vereda, como había hecho todos los días en los últimos sesenta años, decidió que era suficiente, y todos los susurros indefinibles se unieron en un solo rugido ansioso. Compró el mejor whisky importado y se lo llevó a mi amigo Carlos, su abogado de oficio, y le pidió que pusiera sus cosas en orden. Esos micros infartos cerebrales que eran cada vez más recurrentes y que en cada una de esas recurrencias le quitaba una decisión y una libertad, no llegarían al punto de que alguien tuviera que atarle los zapatos. Esa mañana sonreía — él decidía sobre el punto al final de la oración, ¿o acaso hay alguna forma de rendirse con elegancia? —, salió al patio, había llovido, se miró en un charco y no se gustó ni se reconoció, el agua estancada le devolvía una imagen errática, una cara deforme con un solo ojo, y la sonrisa se le escurrió por la cara como esos panes de manteca olvidados al calor de una tarde de verano. Volvió a entrar a la casa, eligió una soga lo suficientemente fuerte como para sostenerlo y, mientras le hacía un nudo corredizo en uno de los extremos, caminó sereno y decidido hasta el garaje. La batió en el aire por sobre una viga del techo. Enhiesto se alzó sobre un banquito. Se ajustó el nudo al cuello. Cerró los ojos. Se imaginó volando por última vez y en un acto de soberanía, saltó al vacío.

        Era mi abuelo, mecánico de aviones y aviador. Por esas circunstancias que uno no elige, siendo yo un niño y junto a mi madre, viví en su casa. Nuestras ropas giraron juntas en el lavarropas, se apretujaron, retorcieron, estiraron y abrazaron, sin embargo, con los años nos distanciamos. Cuando murió hacía un excesivo tiempo que nuestro vínculo se había disuelto como esos polvos antiácidos revueltos en un vaso de agua. Probablemente, porque vivíamos en mundos paralelos, sin puntos de inflexión ni posibles perpendiculares. De él heredé su estructura física y su cabello, de por sí, exceptuando los rasgos de la cara, físicamente éramos casi idénticos, algo que no se replicó con sus nietos menores. También heredé cuatro camisas, tres chombas, dos pantalones y dos pulóveres que nunca habían sido sacados de sus envoltorios originales, treinta y cuatro pañuelos de tela, casi todos con su etiqueta autoadhesiva pegada, una edición de “Los desnudos y los muertos, 1948” de Norman Mailer editada por Goyanarte en 1962 y un reloj de viaje con caja azul que le marcaba el tiempo desde antes de mi nacimiento.

        La primera vez que lo tuve en mis manos me recordó la última novela de Carson McCullers, “Reloj sin manecillas, 1961”, porque no tenía la manecilla para ajustar la hora, se habría perdido o roto en algún momento de su dilatada existencia y solo tenía la manecilla para dar la cuerda. Si por alguna razón dejaba pasar las 24 hs de la cuerda, debía acomodar las agujas con una pequeña pincita de esas que las mujeres usan para retocarse las cejas y yo uso para sacarme las espinas del desbordado y defensivo cactus que habita en mi patio. En el libro, McCullers habla a través de Malone, singular dueño de una farmacia que está muriendo de leucemia en un (racista) pueblo sureño de los Estados Unidos a mediados del siglo XX. Malone es como un reloj sin manecillas (y sin pincita), un hombre que no se da cuenta de que, para él, el tiempo ha dejado de correr, que ya no puede manejarlo. Sobre el final, cuando no existe otra posibilidad que la aceptación de lo inevitable, Malone comprende que el hombre se da cuenta cuando pierde a un ser querido, cuando pierde mil pesos, una cadena, una silla, su taza, pero no se da cuenta cuando está perdido de sí mismo. ¡Qué difícil es saber cuándo decir basta! Cuando todo terminó. Cuando ya no es posible dar más peleas a la vida.

    Cinco años atrás los pañuelos y la ropa eran algo que realmente necesitaba, el libro, ya saben, es para mí lo mismo que esos chinos que fumaba Cecilia Roth en Madrid cuando la vio Fito Páez juntando margaritas del mantel. Pero el reloj… el reloj fue algo literalmente fantástico. Se me antojó que si había marcado el tiempo de mi abuelo durante más de medio siglo, también podía hacerlo para mí. Ese reloj me permitía tener el tiempo que había tenido mi abuelo. Inmediatamente se convirtió en el reloj del consultorio. Primero camuflado entre los libros de la biblioteca y después en el estante bajo de una mesa de arrime posicionado en un ángulo ilógico para la mirada de los pacientes.

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        El tiempo transcurrió entre pacientes, infusiones, libros, escritos y otras cosas. Una mañana de noviembre de 2022, el reloj se detuvo a las 4 y 10. Yo me reía mientras intentaba revivirlo por eso de la canción de Luis Eduardo Aute. Primero forzando la cuerda, después, presionando todo lo que se podía presionar, luego agitándolo en el aire y finalmente con unos golpecitos regurgitorios. Sencillamente dejó de andar. Se había hastiado de vivir o de mi cuerda que cuerda, y me angustié. No podía esperar el tiempo de un arreglo porque mi trabajo se estructura — entre otras cosas menos importantes — a través de la precisión de un reloj; que además me había desconcertado porque se presuponía que tenía el tiempo de mi abuelo ¿Cómo podía haberse detenido 5 años después de que él muriera y haberme dado solo 5 años a mí? Por lo tanto, decidí que iba a quedarse de adorno, con toda su magia, hasta que pudiera interpretar irracionalmente qué estaba ocurriendo. Al otro día viajaba a Buenos Aires y, en calle Corrientes y a metros del obelisco, por esto de la urgencia que les contaba, compré uno nuevo y moderno. Te olvidas que existe — me dijo el vendedor con unos ademanes tan afectados como el tono de su voz — la pila dura tres años y es ultra silencioso — e insistía en que no desfasaba ni un minuto y que me iba a durar toda la jodida vida — Para qué querría comprar un reloj que no existiera, me pregunté mientras le pagaba a una muchacha, con tantos tatuajes como el protagonista de “El hombre ilustrado, 1951” de Bradbury, que me devolvía el sobrante de dinero y, en simultáneo, como esos eficientes empleados de McDonalds, me ofrecía una bocina para bicicleta que me costaría un 50% menos por haber hecho tan magnífica compra. El reloj de mi abuelo quedó sobre un estante de la biblioteca en la sala de espera, sosteniendo una lámina de Chagall sin enmarcar y señalando las 4 y 10, como el símbolo de una pequeña crónica de la frustración, explicaba Aute en un recital para la RTVE.

        Creo en el destino como imperativo categórico. Nada es aleatorio, “Dios no juega a los dados” le contesta Einstein a Bohr aseverando que la naturaleza es determinista y no probabilística. Si los dados al ser tirados suman diferente cada vez que ruedan es porque así debía ser. Las probabilidades las genera el ser humano, la realidad le demuestra el error. ¿Cuál de los cuatro personajes cuenta la verdad en el “Rashomón, 1950” de Kurosawa? Los cuatro. Cada uno cuenta su propia verdad, ninguno miente. Sin embargo, los cuatro cuentan historias distintas. La verdad es la que sucedió objetivamente más allá de las subjetividades. Puede ser que nunca se sepa cuál es esa verdad, pero eso no quiere decir que no exista. Hace largo tiempo me convencieron los libros y la vida que existen las serendipias y las sincronicidades, pero las casualidades significativas no son islas, sino páginas de un plan mayor que se llama destino y que si deja las cosas libradas al azar es porque esa es su idea. “Por algo suceden las cosas como suceden”. Karl Jasper introduce por primera vez en la historia el concepto de “situaciones límites” en “La filosofía y sus visiones del mundo, 1919” y, al nombrar las situaciones límites a las que se enfrenta el ser humano, no se olvida del “destino” como contingente que produce una angustia inabarcable por el complejo hecho de ser ineludible, como también lo son el sufrimiento, la muerte y, curiosamente, el azar.

    El pensamiento mágico amputa angustias, calma ansiedades, ayuda a soportar el vivir en ese agujero que hay entre las expectativas y la realidad. Desde que tengo uso de razón deshojo margaritas con solitarios de baraja francesa o ¿qué sentido tendría jugar un Ms. Pacman si el resultado no define si al día siguiente llueve o no llueve? Si la aceituna entra dentro de la taza, los análisis clínicos van a salir bien… Si hay 15 escalones en aquella escalera es porque este fin de semana va a ser el mejor de la historia… Es en ese coto de irrealidad donde vive la magia o por lo menos donde tiene fundamento y sentido. Porque por ahí, si el conteo dio 15 escalones, ese sábado él se calza su mejor par de zapatos, sale a la calle con su mejor predisposición y con expectante actitud logra sostener una sonrisa y una mirada certera que le da oportunidad de conocer a alguien que lo quiera. Al fin y al cabo el amor es el fin último de todas las cosas y el verdadero éxito de existir. Estoy hablando de objetos y verbos de vinculación con el destino. Objetos propios de nuestro íntimo pensamiento mágico, vivir en lo hipotético da libertad. La libertad de ser creadores del propio mundo. No me refiero al pensamiento mágico tercerizado en horóscopos, o en tiradores de cartas del tarot, del I-ching, de runas, leedores de palmas de manos, de borras de café o instituciones religiosas. Los Dioses y la magia viven en mí y por mí. Todos los que dicen ver el futuro o tener cualquier tipo de poder más allá de la naturaleza, que me digan el número que gana la lotería el próximo domingo o que se lo digan a ellos mismos, así se cambian esa remera ablandada de tantas remojadas.

        Durante un tiempo lo vi varias veces al día señalando la deshora. A veces, generalmente de noche, lo descubría en la hora correcta. Era extraño ver la hora de los notebooks, del celular, del televisor, del flamante reloj e incluso escuchar el tañer de las campanas de la iglesia en sincronía con el todo y ver al reloj de mi abuelo en un casi absoluto desacuerdo con ese todo, porque aún desahuciado, dos veces al día marcaba la hora correcta. Otra vez pensé en lo imposible de ser esa isla. Lo abstracto de ser indiferente y diferente cuando hay tan pocas variables (reales y tangibles) que escoger. Creerse únicos hasta descubrir “Lo duro de darse cuenta de que somos el producto de una cosa enseñada” escribía mi otro abuelo, Carlos. La evitación es insensata. Siempre se termina haciendo lo mismo que el resto. Eso de las infinitas variables servirá para escribir libros de matemáticas y física, en la vida real de un ser humano no son tantas y se cuentan con los dedos de la mano. Sartre, a fuerza de repetición, nos convenció de que elegir nos hace libres o de que ser libres nos obliga a elegir, incluso no eligiendo, y de que todo se trata de ser individualidades conscientes que determinan su propio presente a fuerza de responsabilidad personal. Y lo intentamos, sí que lo intentamos, porque Sartre nos cae realmente bien. Aunque siempre dudo de si la vida íntima de Sartre fue consecuente con sus libros o si estos fueron una justificación para su vida íntima. Lo cierto es que aunque intentemos evitarlo — conscientes o inconscientemente — terminamos, más no sea dos veces al día, haciendo lo mismo que todos, eligiendo lo mismo que todos — La idea la escuché en boca de Esther Díaz y ella misma citaba como inspiración “unas páginas” de Giovanni Papini que yo no he podido encontrar porque lo único que leí y tengo de Papini es su “Historia de Cristo, 1921” —. Creo que todo se resume a la elección de opuestos complementarios, los tonos de grises son un engaño en lo palpable. Me gusta o no me gusta el helado de Sambayón. Si me gusta lo sigo pidiendo y si no me gusta no lo pido más o ¿alguien pediría algunas veces helado de Sambayón si no le gusta? ¿Lo pediría si le gusta más o menos? ¿Por qué alguien perdería su tiempo y su vida entre los más o menos? ¿Por qué aceptar ser más o menos feliz o ser feliz solamente cada 31 de diciembre? Se elige siempre, aun no queriendo elegir, pero la vida ofrece el mismo y paupérrimo menú para todos. “Que pequeña es la luz de los faros de quien sueña con la libertad” canta Joaquín Sabina en el verso final de “Pájaros de Portugal”.

    Les comentaba que pasaron “otras cosas” entre aquel noviembre y este febrero, entre ellas, que seguía sin comprender que había sucedido con el reloj de mi abuelo y, al analizarlo, acababa descubriéndome en rumias decididamente lógicas. Entonces le pedí a Betty Blue, conocedora de relojeros, que lo llevara a reparar. Quizá eso era lo que descifraría al destino. Betty Blue lo llevó a una relojería, pero, en vez de repararlo, compró otro. Es decir, el mismo pero otro. El relojero habría dicho que era más simple y rápido cambiar la máquina por una que tenía en existencias, manteniendo la caja azul, que arreglar el de mi abuelo. De más está aclarar que no solo me trajo otro, sino que me devolvió en la mano la máquina rota, sin siquiera el ataúd azul para enterrarlo. El nuevo tiene las agujas más finas y una estética más antigua. A Betty Blue le agradecí con gesto efusivamente hipócrita. Ella me dijo que por no poner en palabras el valor de las cosas me había pasado lo mismo que a Bruce Willis, con su reloj que olía a caca, en “Pulp Fiction, 1994”. Que los otros o “los Ellos” no leen la mente y se rio porque alguna vez me devolvió “El Eternauta” diciéndome que lo odiaba. Lo cierto, es que lo que había sucedido era una verdadera tragedia intelectual donde se dislocaba mi sistema de creencias, como un hombre que había visto en un programa de televisión que se dislocaba los hombros, las rodillas, las muñecas hasta quedar hecho una bola amorfa sobre una pequeña alfombra de faquir. Al reloj obsoleto lo guardé desnudo y a la intemperie en el cajón debajo del de los cubiertos, donde guardo las velas, los espirales y las tapas de los tarros glade, sin más finalidad que la de, en un futuro, convertirme en un acumulador compulsivo. Al nuevo lo acomodé sobre la baranda de la escalera, a un centímetro del precipicio de los 15 escalones, como para tentar al azar. Dos días y seguía ahí. ¿Qué más podía hacer? Había llovido sin menguar durante dos días y ahora goteaba. Puse agua para preparar el té. El viento seguía arreciando. Lo oía soplar por sobre las tejas de la casa y silbar en los cables de la luz y en los de la internet. Permanecí inmóvil escuchando hasta que hirvió el agua y le agregue el saquito con las hierbas. Antes de subir la escalera miré mi copia recién enmarcada de “Nighthawks, 1942” de Edward Hooper y me dije que si Raymond Carver hubiese sido pintor habría pintado como Hopper y viceversa. Algo había dejado de escucharse, pero no lograba darme cuenta de que era. Subí y me senté en el sillón hojeando en mi cuaderno de notas las más de cuarenta páginas a lapicera negra que había escrito los últimos tres meses, observando de soslayo al reloj e intentando encontrar una respuesta para dejar de sentir frío en verano. El reloj de mi abuelo se detuvo cinco años después de que decidiera matarse. Si no se hubiera matado, probablemente hubiese necesitado alguien que le limpiara el traste hasta los 99 años, cinco años más, el tiempo que anduvo su reloj. Ese nunca fue mi tiempo, me dije, era el de él. Pensé que lo que había dejado de escuchar era la voz de mi ego. A fin y al cabo no todo se trataba de mí. Otra vez llamé a Betty Blue y le pregunté de quién era la máquina que le pusieron a la caja azul. Me evadió hábilmente diciendo — Es simple… Si Butch (Bruce Willis) le hubiese contado a Fabianne (María de Medeiros) la importancia del reloj, ella no se lo hubiese olvidado, Butch no hubiese matado a Vincent (John Travolta) y Tarantino hubiese dirigido una segunda parte. — Pero ni yo ni nadie querría ver una segunda parte. — Si querrías… ­— No querría, la película es perfecta así. — Si querrías…. — Y como sé que se siente como pez en el agua en esas discusiones al estilo del cuento de la buena pipa, le repetí la pregunta. Noté la voz seria y la ausencia de risa, algo inusual en ella. Entonces, sin respirar y de un solo tirón, me dijo que el relojero le “había comentado” que lo tenía desde hacía 30 años, que no había sido de nadie, simplemente nunca lo había vendido. Me hizo acordar a esos niños que al morir su perro los padres les dicen que lo llevaron al campo y que ahora está feliz corriendo entre vacas, cebras y unicornios. Igual lo acomodé sobre mi escritorio, porque sentí que, de alguna forma, me había apropiado de todas sus horas, que había encontrado mi propio tiempo. Probablemente, porque estoy en un punto de mi vida en que me asombro cuando las cosas no salen completamente mal.

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Bonus track

Otros ejemplos de cómo descansar sobre lo hipotético sin tercerizar
o ¿de qué se sujetan los sujetos?


            Una fría habitación de hospital. Julien tiene 8 años y está solo junto a su madre que espera la muerte acurrucada en la cama. Ella está angustiada, no por su dolor ni por la inminencia de lo inevitable, a lo que hace tiempo se ha resignado, sino porque está dejando solo a Julien. Él escucha a dos médicos que desde el pasillo dicen que no se puede hacer nada más. El piso de baldosas grandes, intercaladas en un blanco y negro que recuerdan un tablero de ajedrez gigante, invitan a Julien a jugar a “la pata coja” (juego que consiste en saltar en una sola pierna, perdiendo si la que se mantiene elevada toca el piso o si la que sirve de apoyo no sigue el recorrido pautado). — Si salto dos, mamá se cura —. Lo logra, levanta los brazos feliz y mira el monitor cardíaco que sigue con la frecuencia tenue. — Si salto tres, vuelve a casa para mi cumpleaños —. Lo logra y aumenta el desafío. — Cuatro de golpe y vuelve a casa hoy, curada —. Cuatro es demasiado para sus piernas cortas, trastabilla y cae estrepitosamente, el ruido hace que su madre abra los ojos e instantáneamente muera.

La escena pertenece a la película Jeaux d’enfants (2003) escrita y dirigida por Yann Samuell y es un perfecto ejemplo de cómo funciona el pensamiento mágico en el psiquismo humano.

            En el cuarto cuento de “Las lunas de Júpiter, 1982” de Alice Munro, un matrimonio desespera en la sala de espera de un hospital mientras los médicos intentan salvar la vida a su hijo de 12 años que se ha accidentado. El hombre está desconsolado, y solo piensa en ir hasta el teléfono — no existían los celulares en aquel entonces — que está en el otro extremo de la sala, para llamar y charlar con su amante. En un oportuno descuido de su mujer alcanza el teléfono, pero cuando inserta la moneda se le ocurre que si la llama, su hijo va a morir, Entonces corta y vuelve con su mujer. Su angustia se quedó sujeta ahí, entre la moneda y su amante.

            Cuenta la leyenda popular que los casinos guardan una última carta contra la suerte ganadora del apostador. La denominan “The cooler”. Cuando un apostador está ganando mucho, pero mucho dinero, llaman al “The cooler”, que es simplemente un perdedor contagioso, un yeta. Su trabajo consiste en sentarse en la mesa del apostador y hacer la misma apuesta que él. El recurso resulta ser infalible. En “The Cooler, 2003” de Wayne Kramer, el personaje que interpreta William H. Macy se llama Bernie y es un “The cooler” que trabaja en un casino de Las Vegas. Cualquiera que lo ve llegar se da cuenta de que es un perdedor, pero no esa “falsa postura” de perdedor tipo Jeff Bridges en esos papeles que le quedan tan bien y que suelen atraer a cierto tipo de mujeres que ya han estado con el capitán del equipo de la secundaria, este es un perdedor de verdad. Un tipo que no ha ganado jamás a nada, ni siquiera a las figuritas. Pero algo va a cambiar, como en “La balada del boludo” de Isidoro Blaisten, una prostituta del casino se enamora de él y le dice que lo quiere. ¿Cómo puede ser que esto le esté pasando a él? De pronto, Bernie tuvo un golpe de mala suerte o de suerte, nunca queda claro, porque lo que fue desde niño, lo que le ha dado sentido e identidad a su vida, de pronto, pasados los 50 años, no existe más. Ahora es un hombre de suerte y un trabajador inservible que va a necesitar reinventarse para intentar sobrevivir. Un “te quiero” cambia la vida de alguien.

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            Y pensaba en Bob Dylan, en que tal vez, en Yoknapatawpha o por ahí, tuvo un golpe de suerte y al final pudo retroceder el reloj hasta cuando Dios y ella se conocieron.

    También a mí me dijo una Ella
    …entra…te daré refugio de la tormenta.


16.03.2023