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Debajo del centro de gravedad


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El sol había salido una hora atrás y, todavía bajo, se escondía por detrás de una gruesa palmera. El viento era cosa seria. Las tejas crujían intentando desencajarse y salir volando. Betty Blue me había explicado que cuando un esquiador se desliza por una pendiente demasiado pronunciada, debe acuclillarse hasta estar prácticamente sentado sobre los esquís. La nieve salpica el cuerpo, pero eso no es importante, me dijo. Lo vital es procurar ir por debajo del centro de gravedad. Blanco, el perro de la agencia de seguros cruzando la calle, se acurrucó debajo del canasto de la basura intentando reducirse a una bola de pelos. El viento helado de invierno se cuela entre los dos árboles pelados de la vereda, vence al pesado portón de hierro y, en las jardineras amuradas al alfeizar del ventanal de la biblioteca, hace bailar psicóticamente a los malvones. El portón separa del mundo exterior a los siete dúplex del predio. El mío es el 1 y comparto la vista a la calle con el 7. Detrás del mío está el 2, donde vive Sergio, un ingeniero que cayó en una profunda depresión cuando le llegó la jubilación de una de las fábricas de las que pende la ciudad. Por detrás está el 3. Ahí vive un bioquímico que se volcó a la religión después de un accidente de tráfico que lo dejó en un estado físico y mental que ya no le permite cometer pecados, ni aunque se lo proponga. En el 4, que está en medio de las dos hileras, al fondo y frente al portón de entrada, vive una pareja de maestras veinteañeras propensas a hacerse arrumacos en cualquier rincón del predio. En la fila por detrás del 7, lindero al 4, está el 5, donde una anciana de la capital lo alquila a turistas. Por lo tanto, cada fin de semana, está habitado por alguien diferente y desconocido. Por delante, en el 6, vive Anita con Marcela, su hija de 13 años que tuvo cuando aún no cumplía los 16. Anita dice que su presente es una verdadera porquería, pero por lo menos no desentona con su pasado. En el 7 funciona un centro de estética. Tres hermanas esteticistas, rubias, voluptuosas y agraciadas, que, aunque trabajan haciendo todas esas cosas que se hacen las mujeres para blindar inseguridades, bien podrían ser el fetiche de algún productor porno norteamericano. Betty Blue las llama las trillizas pintadas de oro. Macarena es la mayor y quien dirige el negocio. Cumplió 35 años el mes pasado e hizo un festejo que me aturdió mientras escuchaba a un paciente. Las otras dos nacieron un año más tarde, el mismo día con algunos minutos de diferencia. Antes de cumplir el primer mes de vida, después de un baño de tina en el que les quitaron las pulseras identificadoras, sus padres no supieron dilucidar cuál era Pamela y cuál era Agustina. Es así como ni siquiera ellas saben, a ciencia cierta, si realmente son quienes dicen ser.  Me llevo bien con las tres. Muchas de mis pacientes son recomendadas entre sesiones de criolipólisis, de depilación definitiva, de masajes californianos o de lifting faciales sin cirugía. Como no tengo playa de estacionamiento, porque mi jardín está cercado, los pacientes que llegan en moto o en bicicleta, usan el de ellas, que raras veces baja de los diez vehículos, entre las 8 y las 20 hs. de lunes a sábado, incluyendo feriados. Nuestras puertas y ventanas están simétricamente enfrentadas y separadas por los tres metros de ancho, en el que un camino de baldosas flojas y faltantes, zurce en su recorrido de letra T, a los siete dúplex. La persiana americana del consultorio de su segundo piso, es el deleite de mis puntuales pacientes voyeuristas.

Adentro, la calefacción funciona bien. En posición de decúbito dorsal, completamente desnuda y con las piernas rectas y rígidas extendidas hacia el cielorraso de madera, Betty Blue sostiene, con la planta del pie derecho, el tercer tomo de una edición de 1947 de “Los miserables, 1862” de Víctor Hugo y, con la planta del pie izquierdo, el tomo 4. Parece un dibujo de Milo Manara. Como todas las mañanas, en los quince minutos, entre el cepillarse los dientes y el desayunar, hace una especie de meditación daoísta, mezcla de ejercicios respiratorios del Yao Yin, la alquimia interna del Neidan y las posturas del Taijiquan. Durante ese tiempo, su mundo circundante se esfuma. Entra en un estado de catatonia en el que no existe estímulo que la saque de trance. En un principio me resultaba llamativo, pero con el tiempo me acostumbré a que podría explotar una bomba atómica dentro de la habitación y ella seguiría con los ojos cerrados, equilibrando libros con los pies y susurrando un mantra de sonidos indescifrables.

Sentado en mi sillón bajo la ventana, separo y reviso las historias clínicas de los pacientes del día, esperando a que termine para que prepare el desayuno. No le gusta que lo haga yo. No porque odie mi té, sino que “siento que invadís mi espacio”, me dijo cierta vez (sonriente) retorciendo entre sus dedos índice y pulgar los pelos de mi pecho. No se me antojó contrariarla. El mantra cambia de sonido abruptamente y, aunque lo he escuchado suficientes veces como para que sea previsible, todavía me sobresalta. Me pregunto qué hace alguien cuando está con otro, que no está donde debería estar. Alzo la vista y miro a la calle a través del vidrio empañado. La condensación excesiva lo convierte en una película nebulosa y goteante. Hago un claro con la palma de la mano y me la seco en la manga del albornoz. Durante un rato, todo se verá nítido, igual que esos bebés, que vi en la internet, a los que les ponen anteojos por primera vez y se alborotan al darle imagen a la voz de sus padres. Hace unos años una paciente me contó que fue a un hotel alojamiento con un ciego. El relato tenía tantos detalles que hubiesen ruborizado a Ron Jeremy. Estaba empleada en una tienda de ropa masculina de un shopping, y el ciego entró a comprar un pantalón. Él la invitó a tomar algo después de que ella le subiera el cierre y le abrochara el botón del pantalón que se probó. Le dijo que sí. El ciego la espero un piso más arriba hasta que terminó su horario de trabajo. Ella estaba casada y no había visto “Buenos Aires Viceversa, 1996” ni leído a Henry Miller. La situación le daba morbo, “pero bien”. Me dijo que nunca se había soltado tanto ni había sido tan libre con un hombre como aquella tarde con el ciego. Se lo había permitido todo. Decir cualquier cosa, hacer cualquier cosa, sentir cualquier cosa. A partir de aquella tarde todo empezó a andar mal con su marido. No porque él sospechara de su infidelidad, sino que se sentía pasajera en uno de esos trenes que cruzan Europa y, aunque tenía su propio compartimiento para dormir, no se dormía por miedo al descarrilamiento.

Macarena abrió el portón y entró a la estética sin cerrar la puerta. El viento la azotó varias veces. Tras ella, una mujer de pelo verde y enfundada en un jogging negro, tocó el timbre. Macarena salió vestida con un guardapolvo blanco y la hizo pasar. Apenas unos instantes después, vi estacionar unos metros antes del portón, al destartalado y oxidado Mehari de Pedro, el novio de Macarena. En la parte trasera cargaba una estantería similar a las que usan en la estética. Supuse que la acababa de fabricar y la estaba trayendo. Tocó el timbre. Pedro trabaja de ayudante en una carpintería en las afueras de la ciudad. Me cae bien, un tipo sencillo en la edad de Macarena y muy preocupado por estar en una buena pose. Lo conocí charlando a través de la cerca de mi jardín. Cuando tengo un tiempo libre, entre paciente y paciente, me relaja sentarme a leer bajo el banano que planté, siendo apenas un brote de 30 cm, y que hoy hace sombra desde los 5 metros. Las últimas semanas del verano, Pedro utilizaba el estacionamiento de la estética para confeccionar unos biombos y unas estanterías que necesitaba Macarena. Algunas tardes hablamos del clima y del humo que, como consecuencia de la quemazón en las islas, tornaba la atmósfera pesada e irrespirable. Una vez me preguntó de qué se trataba lo que estaba leyendo. Yo, que como todos los veranos releía las siete novelas de Raymond Chandler, le hablé sobre Phillip Marlowe, sobre el crack del 29, sobre la serie negra y sobre el jazz de los años 40. Él me escuchaba intentando hacerme creer que le interesaba. En otra ocasión, le pregunté cómo se hacían los biombos y las estanterías. Y, mientras me hablaba sobre cortes de madera, tarugos, tornillos y arandelas, yo lo escuchaba intentando hacerle creer que me interesaba. Hacía un tiempo que no lo veía, pero no me asombraba. Macarena cambiaba de novio con más prisa que Sergio, el ingeniero del 2, se cambia de camisa. Durante esos días en que Pedro trabajaba en los biombos, Sergio discutía con Anita sobre si era o no era el mismo que tenía la “moto grande”, y me preguntaron a mí, porque me habían visto charlar con él. No era el mismo. Aunque todos eran similares. Altos, con muchas horas en el gimnasio, con la misma marca de ropa deportiva, el mismo último modelo de iPhone, el mismo corte de pelo, los mismos aritos en las orejas y la misma barba espesa, negra y cuidada. Pedro tenía de distintivo, frente a los otros que le conocimos los últimos dos años, que venía durado más tiempo de lo acostumbrado, que tenía un Mehari que en alguna época habría sido rojo o verde o plateado o negro, y que había hecho unos biombos a la vista de todos.

Tengo hambre. Sé que a Betty Blue le quedan cinco minutos porque las casi 1400 páginas suben y bajan sincronizadas por un par de piernas más largas que la calle Yonge Street de Toronto.

Macarena no atendía el timbre, quizá no lo escuchaba. Pedro escribía en el celular, quizá le estaba enviando un mensaje. Una moto se detuvo en la calle por detrás de él. Bajó un muchacho y, levantando la tapa de la desproporcionada caja instalada en el portaequipaje, extrajo un enorme ramo de flores de esos que solo existen en los floreros de las hermanas Brontë. Rosas rojas mechadas con crisantemos, narcisos y jazmines de invierno. Saludó a Pedro que se lo devolvió frugalmente, observando el ramo, hinchado por el viento como el spinnaker de un barco.

¿Para quién son? Pedro desconcertado viendo que el muchacho presionaba el botón del timbre 7.

  Para Macarena el muchacho leyendo la tarjeta.

  Dejámelas a mí que yo se las doy. Es mi novia Pedro estirando la mano, agarrando el ramo.

  Bueno el muchacho dudó, pero al escuchar la palabra “novia” intuyó una situación incómoda. Estudió de un rápido vistazo el tamaño de Pedro y prefirió no meterse en problemas. Se lo entregó y, subiéndose a la moto, aceleró esforzándose por equilibrarla en el viento.

Pedro, leía y releía la tarjeta que pendía desde una cinta fina, larga y amarilla, abrochada al celofán del envoltorio. Quería comprender que sucedía. Buscarle un sentido a lo que leía. Se abrió la puerta del 7 y salió Macarena con la llave en la mano. Miró a Pedro y al gigantesco ramo de flores. Quedó estupefacta. Sabía que Pedro nunca le compraría flores, no era esa clase de hombre. Es más, ni siquiera parecía entender que hacía ahí parado.

  ¿Qué es eso? ¿Qué haces acá? hablándole de mal modo y con gesto displicente. El viento la despeina. Introduce la llave en la cerradura, gira y abre el portón mientras que con la otra mano se sostiene el pelo.

  Te traía un… a Pedro no le salió la palabra que necesitabas, te lo hice, era sorpresa la voz se le quebró y tuvo que carraspear y tragar saliva.

  ¿Qué decís? ¿Qué son esas flores? su cara, altiva, está llena de tensión.

  No sé, alguien te las trajo recién dando un paso hacia adelante, traspasa el portón y entra al predio ¿Quién es Pablo?, dice que te lo manda Pablo.

  ¡No sé quién es! Macarena se apropia de su ramo, lee la tarjeta y retrocede alejándose de Pedro.

  ¿Pero quién es? ¿Por qué te manda flores? —a Pedro, la voz le sale temblorosa y se oye rara, aflautada, como preadolescente en proceso de cambiarla.

  ¡Qué yo! Macarena sube el tono de la voz No te metas en mis cosas. ¡Qué te importa a vos! ahora ya no habla, grita con un gesto despectivo. Burlón.

  ¿Pero quién es Pablo? Pedro balbucea infantilmente sin quitarle la vista al ramo, que Macarena tiene pegado al cuerpo y aferrado con ambas manos.

  ¡Te dije que no te metas en lo que no te importa! ¡Andate de acá!

  Pero no entiendo. ¿Decime quién es Pablo? ¿Por qué te manda eso?

  Recién lo conocí la semana pasada por Instagram. No sé por qué me manda flores. ¡Yo no se las pedí! Macarena a los gritos con el rostro cada vez más desencajado.

  ¿Pero por qué? Pedro estira los brazos, como Cristo en la cruz, y da un paso hacia adelante con intención de abrazarla.

  ¡Te digo que te vayas, no te aguanto más! ¡Terminamos nosotros! ¡Terminamos! ¡Andate de acá! dando un paso hacia atrás, repele hábilmente los brazos de Pedro.

  ¿Pero qué paso? ¿Qué hice mal? ¿Estás con él? Yo te quiero Pedro, otra vez, acorta la distancia e insiste con lo del abrazo.

  ¡No te aguanto más! ¡Qué te vayas te digo! ¡Te vas de acá! —grita desaforadamente. Pedro, con los brazos abiertos, la expresión confundida y los ojos desorbitados, se paraliza como esos viajeros sorprendidos por la mirada de la gorgona Medusa.

El plano, de tan veloz, no hubiese tolerado un pestañeo. Fue una pena no haber pestañeado. Macarena dejó caer el ramo voló unos metros hasta quedar aplastado, por la presión del viento, contra la pared bajo la ventana de mi cocina y le lanzó un cross de izquierda. Fue tan absurdo, brutal e innecesario, como inesperado. Salté del sillón y quedé parado frente al vidrio. Pedro lo vio llegar e intentó una verónica como esos toreros de los cuentos de Hemingway, pero no sirvió para nada. Fue demasiado lento y no alcanzó a rotar sobre sus talones. El cross le dio de lleno en la mandíbula. Recordé la historia de aquel incidente tanguero en el que Jorge Newbery le pegó al cajetilla. Y, aunque ella no era aviadora y él estaba lejos de ser un cajetilla, Macarena era la mitad en peso y en altura. Pedro reculó, golpeó el hombro izquierdo contra la puerta del portón entreabierto, trastabilló, dio un paso hacia atrás y cayó, casi en cámara lenta, y totalmente desarticulado, en mitad de la vereda. Macarena cerró el portón, recogió el ramo sin volver la vista atrás y, oliendo las flores, entró a la estética. Imaginé que, dentro, las habría metido en un florero y acomodado sobre una mesa, como esa columna de Trajano. Pedro, visiblemente vencido y resignado, se sentó masajeándose la mandíbula. Metió la mano en la campera y sacó un atado de cigarrillos, chupó uno con los labios y, con un mechero a bencina, intentó encenderlo infructuosamente un par de veces. Lo amuralló ahuecando las palmas de las manos y, en el espacio cóncavo, volvió a hacer girar la ruedita algunas veces más. El viento seguía apagándolo. Miró hacia adentro del predio. La mirada me pasó de largo y se perdió en la nada, más allá del dúplex 4. Los ojos se le volvieron rojos y se largó a llorar como un bebé. Guardó el arrugado cigarrillo y el mechero en el bolsillo. Se incorporó y caminó hasta el Mehari. Se cercioró, con un golpecito, de que la estantería estuviese firme. Se sentó en el asiento. Encendió el motor sin dejar de llorar, y moviendo la cabeza de derecha a izquierda como un limpiaparabrisas, se fue.

Un bienteveo peinado a lo Mohicano se posó en el cable de la luz. El viento lo hizo girar sobre sí mismo como a un trapecista ruso que, siendo niño, vi en el circo de Moscú. El trapecista cayó al vacío y se mató. Fue noticia en todos los diarios. El bienteveo, tras la segunda vuelta carnero, se desaferró del cable y salió disparado como una bala de cañón de la guerra de secesión y rebotó contra uno de los árboles pelados. Desorientado, aleteó frenéticamente evitando desplomarse y, dentro de una ráfaga, voló hacia las barrancas.

Me siento asqueado y me desparramo en el sillón. Corro la cortina y la cierro completamente. Me hundo en elucubraciones sobre los vínculos amorosos. Aaaeeedd Iiifffunneeeddd, Betty Blue continúa inmutable en su mantra. Huckleberry Finn, parado sobre la canoa, se deja arrastrar por la corriente del Mississippi. Y, en la soledad de la noche, estira los brazos fingiendo tocar las dos orillas en un trecho demasiado estrecho, como Pedro, intentando contener a Macarena. Cuando viajamos por una autopista sentimos que controlamos la situación, hasta que entramos en una ruta. Rutas estrechas y oscuras. Los autos, en sentido contrario, pasan a menos de un metro del nuestro. El amor es como una ruta estrecha. Es un salto de fe. Se viaja con la convicción de que el conductor que nos cruza, a más de 100 km por hora, no va a fallar. Vivimos entre potenciales. ¿Por qué pasan las cosas que pasan? ¿Es que el destino de alguien está irremediablemente signado por el destino de otro?

 Siempre me resultó extraño eso de traicionar a quien nos ama. Con los años, (tras haber sido relegado a actor de reparto en alguna parte de mi propia biografía) me resulta aún más chocante. Tan difícil es, tanta magia debe existir el amor es la única magia real en el universo para que un otro, que no salpica la misma sangre, decida querernos. Que se me ocurre inconcebible que alguien se boicotee de manera tan absurda. Tener un compañero de vida implica un contrato tácito: el no hacerse daño e intentar por todos los medios hacer feliz al otro. Alguna vez alguien me dijo que mi problema uno de ellos, me dijo era que mi habilidad de sociabilización empezaba y terminaba en el número uno. Tal vez ese defecto decante en una imposibilidad de traicionar. Creo que la infidelidad es consecuencia de la inconformidad. Esa paradoja existencial de buscar toda la vida, una casa donde habitar, ese camino del héroe que lleva a construir un mundo propio y, después de lograrlo, rogar a que lleguen las vacaciones para irse lejos. La casa sería algo así como lo inverso de los amigos del campeón, solo se quiere estar cuando se tiene diarrea. Y así andan, convencidos de que cruzando la puerta de calle, hay un placer desconocido del cual son merecedores. La casa no es suficiente para ser feliz, pero con seguridad, van a ser felices cuando tengan el auto y, cuando tengan el auto, serán felices cuando puedan viajar a China y, al regresar de China, estarán absolutamente convencidos de que serán felices cuando compren la plancha de vapor. Lo realmente curioso es que, como Macarena, habitualmente terminan donde empezaron, buscando ser felices en un ciclo de eterno retorno. Sin darse cuenta de que, en realidad, a los primeros que traicionan y a los que le son infieles, es a ellos mismos. No interesa el paisaje que les haga de fondo, irremediablemente sentirán un vacío. Supondrán que les falta algo. Se levantarán a hurtadillas a mitad de la noche, y se comerán, con culpa, una uva de la heladera.

Betty Blue dejó caer suavemente los libros. Desde la alfombra, todavía acostada de espaldas, me sonríe. Mirándola me convenzo de que ha aprendido a la perfección el truco de vivir. De sacar provecho a cada bocanada de aire. De comprender el instante en que es feliz y saborearlo como la última comida de un condenado a muerte.

  Listo. Bajo y preparo el desayuno. Me acordé de un artículo que leí el otro día sobre una sopa en un restaurante de Tailandia. Espera que traigo el té y algo para comer y te cuento incorporándose, se dirige a la escalera irguiendo el cuerpo y bamboleando exageradamente las caderas, con el impudor de quien sabe que ha sido bien hecha.

Vestite antes de bajar. Abajo hace frío y tampoco tenés mucho tiempo, te pasan a buscar en una hora —le digo.

¡Uh! Sí ¡detesto los lunes!

 Blanco seguía acurrucando bajo el canasto de la basura. El viento amainaba poco a poco. El cielo estaba limpio y el sol subía. Desde el parlante, Pablo Milanés canta la fórmulaque lamentablemente tardé un tremendo tropiezo en aprender para construir sólidos y verdaderos vínculos amorosos “Yo no te pido que me firmes diez papeles grises para amar. Solo te pido que tú quieras las palomas que suelo mirar”. Los inquilinos del 5 se estaban yendo. Un matrimonio con tres hijos pequeños. Hicieron dos viajes cargando demasiados bolsos en un Renault Kangoo gris acero, y se fueron antes de que Betty Blue subiera vestida y con los desayunos.

  Te decía que me acordaba de una sopa llevándose a la boca una cucharada de lentejas y, sentándose en el sillón frente al mío, vuelve a descorrer la cortina.

Betty Blue desayuna y merienda lentejas.  Almuerza y cena, lentejas con arroz y otras semillas de nombres que no me aprendo, legumbres, hortalizas y verduras que lleva en un bol, de acá para allá, como Frank Sinatra trasportaba sus cigarrillos y su botella de whisky. No conoce el sabor de los fideos, ni el de la pizza, ni el de las empanadas, ni el de la carne, ni el del chocolate, ni el de la coca cola. Desde pequeña, su madre no le dio más comida que la que siguió comiendo hasta la actualidad. Cuando recuerda sabores diferenciales, habla de una nieve derretida en el techo de hojalata de una cabaña en la parte alta de una montaña, que bebió una tarde soleada en que se habían quedado sin agua embotellada. Agua metálica, dice. Pero le encanta cocinar tortas y comidas, que huele, pero que jamás prueba. Ni siquiera una pizca. Eso le alcanza para andar por la vida juzgando y criticando si las cosas son ricas o no lo son. Cualquiera que la escucha o la lee, cree que es una experta catadora de alimentos y bebidas. Lo que ella tiene, es una extraña habilidad olfativa, semejante a la del inquietante protagonista de la película que dirigió Tom Tykwer. Eso habla bien de mí, considerando que nunca usé ni usaría perfume.

¿Qué sopa? muerdo un bocado de una torta con dulce de batata.

En un restaurante de Tailandia, mantienen un caldo desde hace 45 años. Es decir, hace 45 años hicieron un caldo y, todas las noches, cuando terminan la faena del día, lo que sobra se lo agregan a la gran olla original. La que contiene aquel primer caldo. ¡Son famosos por mantener el mismo caldo desde hace 45 años!. Y se me ocurrió pensar, ¿cuánto se necesita para cambiar? ¿Es realmente ese caldo, el caldo de hace 45 años? ¿Ha quedado algo de aquel primer caldo? da un sorbo a su té verde mirándome a los ojos, y esperando a que le diga algo interesante.

Según Plutarco de Queronea, no. Aunque yo no iría nunca a comer ahí dando otro mordisco a la torta.

¿Cómo sería eso?

Porque no lavan la olla desde hace 45 años. —tragando el bocado de torta. — Aparte, se me ocurre un asco el solo pensar en ese caldo de sobras avejentadas.

­­ ¡No! ¡Lo de Plutarco! —riéndose, da un golpecito con la mano al apoyabrazos del sillón.

(Le señalo hacia la derecha y por sobre su cabeza, un mapa enmarcado del mundo mitológico, tal cual como lo describió Homero. No necesita mirarlo. Lo conoce tanto como yo) En “La vida de Teseo” que está en el primer tomo de “Vidas paralelas, 96 d.C.”, Plutarco, narra que cuando Teseo regresa con su tripulación de Creta, después de matar al Minotauro y de abandonar y traicionar a Ariadna, llega en un barco de 30 remos. Con el tiempo, ese barco se convirtió en el símbolo de la victoria para los griegos, y fue exhibido en Atenas durante cientos de años. Pero año tras año, sus maderas se podrían y debían ser reemplazadas por otras. Un día no hubo ninguna madera original. ¿Era el mismo barco en el cual había regresado Teseo? doy un sorbo al té y ahora soy yo quien espera a que diga algo.

  ¡Claro!, entiendo, ¿hasta dónde se mantiene la identidad de las cosas? —usa una erotema, lo hace continuamente para masticar una idea, luego, se responde ella misma y la ingiere — La identidad de las cosas tiene un límite. ¿Querés que te haga unas pastas?

Te pasan a buscar en 45 minutos, son las 8 y media de la mañana y estoy desayunando. ¡Recién hiciste el desayuno! doy otro sorbo al té.

Es que anoche soñé con un cuento de Murakami en el que un tipo japonés quiere comer fideos a las 10 de la mañana y no lo dejan.

¿Y? A menudo hay un japonés en los cuentos de Murakami —riéndome — ¿será porque es japonés? —doy un mordisco a la torta.

¡Chistoso! sacándome la lengua Es que me dieron ganas de comer fideos a las 10 de la mañana y, como sabes que no como fideos, te los quiero hacer a vos. Me acuerdo de que al tipo no le dejan comer los fideos tranquilo —riéndose — cuando los va a sacar del agua, lo llama una mujer para tener sexo telefónico riéndose más fuerte.­

Sí, es el que su mujer le pide que busque el gato que se le perdió. No lo encuentra y se queda dormido, con una adolescente, en el jardín de una casa deshabitada.

Dale, ¡por favor!. ¿Me dejas que te los haga antes de irme? —habla en tono de ruego Si no los querés ahora, te los podés comer a las 10 de la mañana riéndose, le empieza a temblar todo el cuerpo y se le cae la cucharada de lentejas sobre la pollera. Se tienta y no puede dejar de reírse. Las lentejas saltan en su falda como pororó al ritmo de la risa y del estremecimiento del cuerpo.

  Bueno, dale. Haceme unos fideos —le digo y, de a poco, domina y mata a la risa.

 Terminé de acomodar las seis historias clínicas de los pacientes del día y olí la salsa. Apreté en la mano los cuentos de F. Scott Fitzgerald que estaba leyendo y bajé a la cocina. Betty Blue cantaba “Life after” de Schuyler Fisk, haciéndola algo más ligera y bastante más desafinada. Veo que echa los fideos en un jarro con agua hirviente. En la hornalla de al lado, la salsa burbujea en una cacerola Te hago unos Viktor Frank, ¿está bien? son unos fideos en forma de resorte, que, para ella, simbolizan el concepto de resiliencia de Frankl. Este es solo uno de los tantos códigos que se inventa, porque está sinceramente convencida de que las relaciones se edifican sobre pequeños códigos compartidos, como el de las langostas en “Annie Hall, 1977”.

¿Me estás preguntando? Porque vi que ya los estás cocinando, ¿y si hubiese querido espaguetis o esos tubitos que veo ahí en el tarro? —señalándole con el dedo uno trasparente en la pila de tarros de pastas y cereales, y sentándome a la mesa expectante por verla sentirse descubierta. No se da por aludida. Nunca lo hace.

  Es que te leo la mente y sabía que querías los Frankl —montándose a horcajadas  sobre mi falda y dándome un beso ¿Me vas a extrañar?

Por supuesto, siempre te extraño oigo la bocina de la traffic que la pasa a buscar, ella no Te están esperando afuera pongo mi dedo índice bajo su mentón y le dirijo la cara hacia la puerta de calle.

¡Uh! incorporándose echa los fideos en el colador. Corre a la puerta y, abriéndola, saca la cabeza y el brazo en señal de que está y que la esperen. Sube corriendo las escaleras, baja con su bolso y lo deja apoyado en la puerta. Sirve los fideos en un plato hondo. Le agrega abundante salsa No llego a lavar, ¡perdón!. Ese vaso con granadina es todo lo que queda, te hice la lista de compras, está pegada en la heladera. Me llevo “Manhattan transfer, 1925” de John Dos Passos porque no tengo nada para leer en el viaje. Traté de juntar los libros para que no veas el espacio, pero quedaban flojitos. Entonces, para que no te angusties, lo rellené con una bombacha riéndose a carcajadas El viernes te lo devuelvo, ¡lo prometo!son las 9 y 15 hs. Me da otro beso todavía riéndose.

Avisame cuando llegues y no me subrayes el libro le digo mirando los fideos, justo cuando está cerrando la puerta.

 Hace unas semanas necesité releer un cuento de “El libro de los amores ridículos, 1969” de Kundera para dárselo como tarea a un paciente, y lo encontré subrayado. No solo eso, sino que todos los números de página estaban prisioneros por un corazoncito. ¡Las 257 páginas! ¿Quién hace eso con un libro de ficción y que, además, no es suyo? Betty Blue. Estuve media hora borrando con la goma. Al menos usa lápiz. Ella dice que necesita interactuar con los libros para poder disfrutarlo con todos los átomos del cuerpo. Yo le digo que subrayar un libro es como analizar, con la perspectiva del transcurso de los años, las que alguna vez fueron grandes preocupaciones. Cuando se vuelve a leer el libro, muchos años después de haberlo subrayado, uno se dice para sus adentros, ¡puede ser que haya subrayado semejante tontería!

(Vuelve a entrar y agarra un lápiz del lapicero que sostiene libros en uno de los estantes junto a la puerta) No te olvides de regar estas plantas de acá afuera. Las dos macetas. Están tremendamente secas. Abrigate para salir que hace mucho frío y hay viento desplumador. ¡Que la vida te coma a besos! —con el lápiz hace un dibujo en el aire que, en el idioma gráfico que inventó, significa “abstractamente”, y se lo lleva guiñándome un ojo.

Oí que saludó al chofer, la puerta se cerró y la traffic arrancó. Mientras trataba de acordarme en que libro de Murakami estaba ese cuento, comí los fideos. Estaban ricos. Ana Belén cantando “Peces de ciudad” me avisaba que me había llegado un mensaje de whatsapp. Miré el teléfono. Betty Blue me recordaba que saque la bombacha antes de que la viera un paciente y me preguntaba como estaban los fideos. El primer paciente lo tenía al mediodía. A la noche había dormido casi dos horas. Puse el plato en la bacha. Llené la jarra de la licuadora con agua. Abrí la puerta de calle y salí vestido como Jeff “The Dude” Lebowski al supermercado, pero con zapatos y medias media caña de rombos. Estaba desabrigado y el frío hacía parecer que tuviera menos huesos de los que tenía. Podía ver mi aliento flotando en el aire. Lancé el agua de la jarra dentro de la primera maceta. Entré y la llené una vez más. Cuando la estaba vertiendo en la segunda maceta, se abrió el portón. Era una de las gemelas. En contadas ocasiones acierto cuál es una y cuál es la otra. Ellas se sienten como leonas en la sabana dentro de esa confusión. Y no da margen a la duda de que le han exprimido el jugo en más de una ocasión.

¡Lindas medias! ¡Sexis! me sonríe mirándome fijamente con una de esas miradas que jamás me habían echado vistiendo un pantaloncito de dormir marrón que estuvo de moda durante el mundial de fútbol de 1978.

Sonreí fugazmente, viéndola sin mirarla, pensando de ese contraste, fondo-figura y profundidad de campo, que tan bien sistematizó Orson Welles en “El Ciudadano, 1941”. Porque mucho más allá de la gemela, a través de los hierros, vi a Blanco, que bajo la protección del canasto de la basura, seguía hecho una bola de pelos. Recordé eso de los esquís. Y, mientras me anudaba el albornoz a la cintura, exhalé un enjuto buen día. Entré a mi casa, agarré el libro de Fitzgerald y me acurruqué en el sillón, por debajo del centro de gravedad

 

Agosto 2023