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El sol había salido una hora atrás y, todavía
bajo, se escondía por detrás de una gruesa palmera. El viento era cosa seria.
Las tejas crujían intentando desencajarse y salir volando. Betty Blue me había
explicado que cuando un esquiador se desliza por una pendiente demasiado
pronunciada, debe acuclillarse hasta estar prácticamente sentado sobre los esquís. La nieve salpica el cuerpo, pero eso no es importante, me dijo. Lo
vital es procurar ir por debajo del centro de gravedad. Blanco, el perro de la
agencia de seguros cruzando la calle, se acurrucó debajo del canasto de la
basura intentando reducirse a una bola de pelos. El viento helado de invierno
se cuela entre los dos árboles pelados de la vereda, vence al pesado portón de
hierro y, en las jardineras amuradas al alfeizar del ventanal de la biblioteca,
hace bailar psicóticamente a los malvones. El portón separa del mundo exterior
a los siete dúplex del predio. El mío es el 1 y comparto la vista a la calle
con el 7. Detrás del mío está el 2, donde vive Sergio, un ingeniero que cayó en
una profunda depresión cuando le llegó la jubilación de una de las fábricas de
las que pende la ciudad. Por detrás está el 3. Ahí vive un bioquímico que se
volcó a la religión después de un accidente de tráfico que lo dejó en un estado
físico y mental que ya no le permite cometer pecados, ni aunque se lo proponga.
En el 4, que está en medio de las dos hileras, al fondo y frente al portón de
entrada, vive una pareja de maestras veinteañeras propensas a hacerse arrumacos
en cualquier rincón del predio. En la fila por detrás del 7, lindero al 4, está
el 5, donde una anciana de la capital lo alquila a turistas. Por lo tanto, cada
fin de semana, está habitado por alguien diferente y desconocido. Por delante,
en el 6, vive Anita con Marcela, su hija de 13 años que tuvo cuando aún no
cumplía los 16. Anita dice que su presente es una verdadera porquería, pero por
lo menos no desentona con su pasado. En el 7 funciona un centro de estética.
Tres hermanas esteticistas, rubias, voluptuosas y agraciadas, que, aunque
trabajan haciendo todas esas cosas que se hacen las mujeres para blindar
inseguridades, bien podrían ser el fetiche de algún productor porno
norteamericano. Betty Blue las llama las trillizas pintadas de oro. Macarena es la mayor y quien
dirige el negocio. Cumplió 35 años el mes pasado e hizo un festejo que me
aturdió mientras escuchaba a un paciente. Las otras dos nacieron un año más
tarde, el mismo día con algunos minutos de diferencia. Antes de cumplir el primer mes de vida, después
de un baño de tina en el que les quitaron las pulseras identificadoras, sus
padres no supieron dilucidar cuál era Pamela y cuál era Agustina. Es así como
ni siquiera ellas saben, a ciencia cierta, si realmente son quienes dicen ser. Me llevo bien con las tres. Muchas de mis
pacientes son recomendadas entre sesiones de criolipólisis, de depilación definitiva, de masajes californianos o de lifting
faciales sin cirugía. Como no tengo playa de estacionamiento, porque mi jardín
está cercado, los pacientes que llegan en moto o en bicicleta, usan el de
ellas, que raras veces baja de los diez vehículos, entre las 8 y las 20
hs. de lunes a sábado, incluyendo feriados. Nuestras puertas y ventanas están
simétricamente enfrentadas y separadas por los tres metros de ancho, en el que
un camino de baldosas flojas y faltantes, zurce en su recorrido de letra T, a
los siete dúplex. La persiana americana del consultorio de su segundo piso, es
el deleite de mis puntuales pacientes voyeuristas.
Adentro, la calefacción funciona bien. En
posición de decúbito dorsal, completamente desnuda y con las piernas rectas y
rígidas extendidas hacia el cielorraso de madera, Betty Blue sostiene,
con la planta del pie derecho, el tercer tomo de una edición de 1947 de “Los
miserables, 1862” de Víctor Hugo y, con la planta del pie izquierdo, el tomo 4.
Parece un dibujo de Milo Manara. Como todas las mañanas, en los quince
minutos, entre el cepillarse los dientes y el desayunar, hace una especie de
meditación daoísta, mezcla de ejercicios respiratorios del Yao Yin, la
alquimia interna del Neidan y las posturas del Taijiquan.
Durante ese tiempo, su mundo circundante se esfuma. Entra en un estado de
catatonia en el que no existe estímulo que la saque de trance. En un principio
me resultaba llamativo, pero con el tiempo me acostumbré a que podría explotar
una bomba atómica dentro de la habitación y ella seguiría con los ojos
cerrados, equilibrando libros con los pies y susurrando un mantra de sonidos
indescifrables.
Sentado en mi sillón bajo la ventana, separo y
reviso las historias clínicas de los pacientes del día, esperando a que termine
para que prepare el desayuno. No le gusta que lo haga yo. No porque odie mi té,
sino que “siento que invadís mi espacio”, me dijo cierta vez (sonriente) retorciendo
entre sus dedos índice y pulgar los pelos de mi pecho. No se me antojó
contrariarla. El mantra cambia de sonido abruptamente y, aunque lo he escuchado
suficientes veces como para que sea previsible, todavía me sobresalta. Me
pregunto qué hace alguien cuando está con otro, que no
está donde debería estar. Alzo la vista y miro a la calle a través del vidrio
empañado. La condensación excesiva lo convierte en una película nebulosa y
goteante. Hago un claro con la palma de la mano y me la seco en la manga del
albornoz. Durante un rato, todo se verá nítido, igual que esos bebés, que vi en
la internet, a los que les ponen anteojos por primera vez y se alborotan al
darle imagen a la voz de sus padres. Hace unos años una paciente me contó que
fue a un hotel alojamiento con un ciego. El relato tenía tantos detalles que
hubiesen ruborizado a Ron Jeremy. Estaba empleada en una tienda de ropa
masculina de un shopping, y el ciego entró a comprar un pantalón. Él la invitó
a tomar algo después de que ella le subiera el cierre y le abrochara el botón
del pantalón que se probó. Le dijo que sí. El ciego la espero un piso más
arriba hasta que terminó su horario de trabajo. Ella estaba casada y no había
visto “Buenos Aires Viceversa, 1996” ni leído a Henry Miller. La situación le
daba morbo, “pero bien”. Me dijo que nunca se había soltado tanto ni había sido
tan libre con un hombre como aquella tarde con el ciego. Se lo había permitido
todo. Decir cualquier cosa, hacer cualquier cosa, sentir cualquier cosa. A
partir de aquella tarde todo empezó a andar mal con su marido. No porque él
sospechara de su infidelidad, sino que se sentía pasajera en uno de esos trenes
que cruzan Europa y, aunque tenía su propio compartimiento para dormir, no se
dormía por miedo al descarrilamiento.
Macarena abrió el portón y entró a la estética sin cerrar
la puerta. El viento la azotó varias veces. Tras ella, una mujer de pelo verde
y enfundada en un jogging negro, tocó el timbre. Macarena salió vestida con un
guardapolvo blanco y la hizo pasar. Apenas unos instantes después, vi
estacionar unos metros antes del portón, al destartalado y oxidado Mehari de
Pedro, el novio de Macarena. En la parte trasera cargaba una estantería similar
a las que usan en la estética. Supuse que la
acababa de fabricar y la estaba trayendo. Tocó el timbre. Pedro trabaja de
ayudante en una carpintería en las afueras de la ciudad. Me cae bien, un tipo
sencillo en la edad de Macarena y muy preocupado por estar en una buena pose.
Lo conocí charlando a través de la cerca de mi jardín. Cuando tengo un tiempo
libre, entre paciente y paciente, me relaja sentarme a leer bajo el banano que
planté, siendo apenas un brote de 30 cm, y que hoy hace sombra desde los 5
metros. Las últimas semanas del verano, Pedro utilizaba el estacionamiento de
la estética para confeccionar unos biombos y unas estanterías que necesitaba
Macarena. Algunas tardes hablamos del clima y del humo que, como consecuencia
de la quemazón en las islas, tornaba la atmósfera pesada e irrespirable. Una
vez me preguntó de qué se trataba lo que estaba leyendo. Yo, que como todos los
veranos releía las siete novelas de Raymond Chandler, le hablé sobre Phillip
Marlowe, sobre el crack del 29, sobre la serie negra y sobre el jazz de los
años 40. Él me escuchaba intentando hacerme creer que le interesaba. En otra
ocasión, le pregunté cómo se hacían los biombos y las estanterías. Y, mientras
me hablaba sobre cortes de madera, tarugos, tornillos y arandelas, yo lo
escuchaba intentando hacerle creer que me interesaba. Hacía un tiempo que no lo
veía, pero no me asombraba. Macarena cambiaba de novio con
más prisa que Sergio, el ingeniero del 2, se cambia de camisa. Durante esos
días en que Pedro trabajaba en los biombos, Sergio discutía con Anita sobre si
era o no era el mismo que tenía la “moto grande”, y me preguntaron a mí, porque me habían visto charlar con él. No era el mismo. Aunque todos eran similares.
Altos, con muchas horas en el gimnasio, con la misma marca de ropa deportiva,
el mismo último modelo de iPhone, el mismo corte de pelo, los mismos aritos en
las orejas y la misma barba espesa, negra y cuidada. Pedro tenía de distintivo,
frente a los otros que le conocimos los últimos dos años, que venía durado más
tiempo de lo acostumbrado, que tenía un Mehari que en alguna época habría sido
rojo o verde o plateado o negro, y que había hecho unos biombos a la vista de
todos.
Tengo hambre. Sé que a Betty Blue le quedan cinco
minutos porque las casi 1400 páginas suben y bajan sincronizadas por un par de
piernas más largas que la calle Yonge Street de Toronto.
Macarena no atendía el timbre, quizá no lo
escuchaba. Pedro escribía en el celular, quizá le estaba enviando un mensaje.
Una moto se detuvo en la calle por detrás de él. Bajó un muchacho y, levantando
la tapa de la desproporcionada caja instalada en el portaequipaje, extrajo un
enorme ramo de flores de esos que solo existen en los floreros de las hermanas
Brontë. Rosas rojas mechadas con crisantemos, narcisos y jazmines de invierno.
Saludó a Pedro que se lo devolvió frugalmente, observando el ramo, hinchado por
el viento como el spinnaker de un barco.
— ¿Para
quién son? —Pedro desconcertado viendo que el muchacho
presionaba el botón del timbre 7.
— Para Macarena —el muchacho
leyendo la tarjeta.
— Dejámelas a mí que yo se las doy. Es mi novia —Pedro
estirando la mano, agarrando el ramo.
— Bueno —el muchacho
dudó, pero al escuchar la palabra “novia” intuyó una situación incómoda.
Estudió de un rápido vistazo el tamaño de Pedro y prefirió no meterse en problemas.
Se lo entregó y, subiéndose a la moto, aceleró esforzándose por equilibrarla en
el viento.
Pedro, leía y releía la tarjeta que pendía desde
una cinta fina, larga y amarilla, abrochada al celofán del envoltorio. Quería
comprender que sucedía. Buscarle un sentido a lo que leía. Se abrió la puerta
del 7 y salió Macarena con la llave en la mano. Miró a Pedro y al gigantesco
ramo de flores. Quedó estupefacta. Sabía que Pedro nunca le compraría flores,
no era esa clase de hombre. Es más, ni
siquiera parecía entender que hacía ahí parado.
— ¿Qué es eso? ¿Qué haces acá? —hablándole
de mal modo y con gesto displicente. El viento la despeina. Introduce la llave
en la cerradura, gira y abre el portón mientras que con la otra mano se
sostiene el pelo.
— Te traía un… —a Pedro no
le salió la palabra — que necesitabas, te lo hice, era sorpresa —la voz se
le quebró y tuvo que carraspear y tragar saliva.
— ¿Qué decís? ¿Qué son esas flores? —su cara,
altiva, está llena de tensión.
— No sé, alguien te las trajo recién —dando un
paso hacia adelante, traspasa el portón y entra al predio — ¿Quién es
Pablo?, dice que te lo manda Pablo.
— ¡No sé quién es! —Macarena se
apropia de su ramo, lee la tarjeta y retrocede alejándose de Pedro.
— ¿Pero quién es? ¿Por qué te manda flores? —a Pedro, la voz le sale temblorosa y se oye rara, aflautada, como
preadolescente en proceso de cambiarla.
— ¡Qué sé yo! —Macarena
sube el tono de la voz — No te metas en mis cosas. ¡Qué te
importa a vos! —ahora ya no habla, grita con un gesto despectivo.
Burlón.
— ¿Pero quién es Pablo? —Pedro
balbucea infantilmente sin quitarle la vista al ramo, que Macarena tiene pegado
al cuerpo y aferrado con ambas manos.
— ¡Te dije que
no te metas en lo que no te importa! ¡Andate de
acá!
— Pero no entiendo. ¿Decime quién es Pablo? ¿Por
qué te manda eso?
— Recién lo conocí la semana pasada por Instagram.
No sé por qué me manda flores. ¡Yo no se las pedí! —Macarena a
los gritos con el rostro cada vez más desencajado.
— ¿Pero por qué? —Pedro
estira los brazos, como Cristo en la cruz, y da un paso hacia adelante con
intención de abrazarla.
— ¡Te digo que te vayas, no te aguanto más!
¡Terminamos nosotros! ¡Terminamos! ¡Andate de acá! —dando un
paso hacia atrás, repele hábilmente los brazos de Pedro.
— ¿Pero qué paso? ¿Qué hice mal? ¿Estás con él? Yo
te quiero —Pedro, otra vez, acorta la distancia e insiste
con lo del abrazo.
— ¡No te aguanto más! ¡Qué te vayas te digo! ¡Te
vas de acá! —grita
desaforadamente. Pedro, con los brazos abiertos, la expresión confundida y los
ojos desorbitados, se paraliza como esos viajeros sorprendidos por la mirada de
la gorgona Medusa.
El plano, de tan veloz, no hubiese tolerado un
pestañeo. Fue una pena no haber pestañeado. Macarena dejó caer el ramo —voló unos
metros hasta quedar aplastado, por la presión del viento, contra la pared bajo
la ventana de mi cocina— y le lanzó un cross de izquierda. Fue tan
absurdo, brutal e innecesario, como inesperado. Salté del sillón y quedé parado
frente al vidrio. Pedro lo vio llegar e intentó una verónica como esos toreros de
los cuentos de Hemingway, pero no sirvió para nada. Fue demasiado lento y no
alcanzó a rotar sobre sus talones. El cross le dio de lleno en la mandíbula.
Recordé la historia de aquel incidente tanguero en el que Jorge Newbery le
pegó al cajetilla. Y, aunque ella no era aviadora y él estaba lejos de ser un
cajetilla, Macarena era la mitad en peso y en altura. Pedro reculó,
golpeó el hombro izquierdo contra la puerta del portón entreabierto,
trastabilló, dio un paso hacia atrás y cayó, casi en cámara lenta, y totalmente
desarticulado, en mitad de la vereda. Macarena cerró el portón, recogió el ramo
sin volver la vista atrás y, oliendo las flores, entró a la estética. Imaginé
que, dentro, las habría metido en un florero y acomodado sobre una mesa, como
esa columna de Trajano. Pedro, visiblemente vencido y resignado, se sentó
masajeándose la mandíbula. Metió la mano en la campera y sacó un atado de
cigarrillos, chupó uno con los labios y, con un mechero a bencina, intentó
encenderlo infructuosamente un par de veces. Lo amuralló ahuecando las palmas
de las manos y, en el espacio cóncavo, volvió a hacer girar la ruedita algunas
veces más. El viento seguía apagándolo. Miró hacia adentro del predio. La
mirada me pasó de largo y se perdió en la nada, más allá del dúplex 4. Los ojos
se le volvieron rojos y se largó a llorar como un bebé. Guardó el arrugado
cigarrillo y el mechero en el bolsillo. Se incorporó y caminó hasta el Mehari.
Se cercioró, con un golpecito, de que la estantería estuviese firme. Se sentó
en el asiento. Encendió el motor sin dejar de llorar, y moviendo la cabeza de
derecha a izquierda como un limpiaparabrisas, se fue.
Un bienteveo peinado a lo Mohicano se posó en el cable de la luz. El
viento lo hizo girar sobre sí mismo como a un trapecista ruso que, siendo niño,
vi en el circo de Moscú. El trapecista cayó al vacío y se mató. Fue noticia en
todos los diarios. El bienteveo, tras la segunda vuelta carnero, se desaferró
del cable y salió disparado como una bala de cañón de la guerra de secesión y rebotó
contra uno de los árboles pelados. Desorientado, aleteó frenéticamente evitando
desplomarse y, dentro de una ráfaga, voló hacia las barrancas.
Me siento asqueado y me desparramo en el sillón.
Corro la cortina y la cierro completamente. Me hundo en elucubraciones sobre
los vínculos amorosos. Aaaeeedd Iiifffunneeeddd, Betty Blue continúa inmutable
en su mantra. Huckleberry Finn, parado sobre la canoa, se deja arrastrar por la
corriente del Mississippi. Y, en la soledad de la noche, estira los brazos fingiendo
tocar las dos orillas en un trecho demasiado estrecho, como Pedro, intentando
contener a Macarena. Cuando viajamos por una autopista sentimos que controlamos
la situación, hasta que entramos en una ruta. Rutas estrechas y oscuras. Los
autos, en sentido contrario, pasan a menos de un metro del nuestro. El amor es
como una ruta estrecha. Es un salto de fe. Se viaja con la convicción de que el
conductor que nos cruza, a más de 100 km por hora, no va a fallar. Vivimos entre potenciales. ¿Por qué pasan las cosas
que pasan? ¿Es que el destino de alguien está irremediablemente signado por el
destino de otro?
Siempre me
resultó extraño eso de traicionar a quien nos ama. Con los años, (tras haber
sido relegado a actor de reparto en alguna parte de mi propia biografía) me
resulta aún más chocante. Tan difícil es, tanta magia debe existir —el amor es
la única magia real en el universo— para que
un otro, que no salpica la misma sangre, decida querernos. Que se me ocurre inconcebible que alguien se boicotee de manera tan absurda.
Tener un compañero de vida implica un contrato tácito: el no
hacerse daño e intentar por todos los medios hacer feliz al otro. Alguna vez
alguien me dijo que mi problema —uno de
ellos, me dijo— era que mi habilidad de sociabilización empezaba
y terminaba en el número uno. Tal vez ese defecto decante en una imposibilidad
de traicionar. Creo que la infidelidad es consecuencia de la inconformidad. Esa
paradoja existencial de buscar toda la vida,
una casa donde habitar, ese camino del héroe que lleva a construir un mundo
propio y, después de lograrlo, rogar a que lleguen las vacaciones para irse
lejos. La casa sería algo así como lo inverso de los amigos del campeón, solo
se quiere estar cuando se tiene diarrea. Y así andan, convencidos de que
cruzando la puerta de calle, hay un placer desconocido del cual son
merecedores. La casa no es suficiente para ser feliz, pero con seguridad, van a
ser felices cuando tengan el auto y, cuando tengan el auto, serán felices
cuando puedan viajar a China y, al regresar de China, estarán absolutamente
convencidos de que serán felices cuando compren la plancha de vapor. Lo
realmente curioso es que, como Macarena, habitualmente terminan donde
empezaron, buscando ser felices en un ciclo de eterno retorno. Sin darse cuenta
de que, en realidad, a los primeros que traicionan y a los que le son infieles,
es a ellos mismos. No interesa el paisaje que les haga de fondo,
irremediablemente sentirán un vacío. Supondrán que les falta algo. Se
levantarán a hurtadillas a mitad de la noche, y se comerán, con culpa, una uva
de la heladera.
Betty Blue dejó caer suavemente los libros. Desde
la alfombra, todavía acostada de espaldas, me sonríe. Mirándola me convenzo de
que ha aprendido a la perfección el truco de vivir. De sacar provecho a cada
bocanada de aire. De comprender el instante en que es feliz y saborearlo como
la última comida de un condenado a muerte.
— Listo.
Bajo y preparo el desayuno. Me acordé de un artículo que leí el otro día sobre
una sopa en un restaurante de Tailandia. Espera que traigo el té y algo para
comer y te cuento —incorporándose, se dirige a la escalera irguiendo
el cuerpo y bamboleando exageradamente las caderas, con el impudor de quien
sabe que ha sido bien hecha.
— Vestite antes de bajar. Abajo hace frío y tampoco tenés
mucho tiempo, te pasan a buscar en una hora —le digo.
— ¡Uh! Sí ¡detesto los lunes!
Blanco
seguía acurrucando bajo el canasto de la basura. El viento amainaba poco a
poco. El cielo estaba limpio y el sol subía. Desde el parlante, Pablo Milanés
canta la fórmula —que lamentablemente tardé un tremendo tropiezo en
aprender— para construir sólidos y verdaderos vínculos
amorosos “Yo no te pido que me firmes diez papeles grises para amar. Solo te
pido que tú quieras las palomas que suelo mirar”. Los inquilinos del 5 se
estaban yendo. Un matrimonio con tres hijos pequeños. Hicieron dos viajes
cargando demasiados bolsos en un Renault Kangoo gris acero, y se fueron antes
de que Betty Blue subiera vestida y con los desayunos.
— Te decía
que me acordaba de una sopa —llevándose a la boca una cucharada de lentejas y,
sentándose en el sillón frente al mío, vuelve a descorrer la cortina.
Betty Blue desayuna y merienda lentejas. Almuerza y cena, lentejas con arroz y otras
semillas de nombres que no me aprendo, legumbres, hortalizas y verduras que
lleva en un bol, de acá para allá, como Frank Sinatra trasportaba sus
cigarrillos y su botella de whisky. No conoce el sabor de los fideos, ni el de
la pizza, ni el de las empanadas, ni el de la carne, ni el del chocolate, ni el
de la coca cola. Desde pequeña, su madre no le dio más comida que la que siguió
comiendo hasta la actualidad. Cuando recuerda sabores diferenciales, habla de
una nieve derretida en el techo de hojalata de una cabaña en la parte alta de
una montaña, que bebió una tarde soleada en que se habían quedado sin agua
embotellada. Agua metálica, dice. Pero le encanta cocinar tortas y comidas, que
huele, pero que jamás prueba. Ni siquiera una pizca. Eso le alcanza para andar
por la vida juzgando y criticando si las cosas son ricas o no lo son.
Cualquiera que la escucha o la lee, cree que es una experta catadora de
alimentos y bebidas. Lo que ella tiene, es una extraña habilidad olfativa,
semejante a la del inquietante protagonista de la película que dirigió Tom
Tykwer. Eso habla bien de mí, considerando que nunca usé ni usaría perfume.
— ¿Qué sopa? —muerdo un
bocado de una torta con dulce de batata.
— En un restaurante de Tailandia, mantienen un
caldo desde hace 45 años. Es decir, hace 45 años hicieron un caldo y, todas las
noches, cuando terminan la faena del día, lo que sobra se lo agregan a la gran
olla original. La que contiene aquel primer caldo. ¡Son famosos por mantener el
mismo caldo desde hace 45 años!. Y se me ocurrió pensar, ¿cuánto se necesita
para cambiar? ¿Es realmente ese caldo, el caldo de hace 45 años? ¿Ha quedado
algo de aquel primer caldo? —da un sorbo a su té verde mirándome a los ojos, y
esperando a que le diga algo interesante.
— Según Plutarco de Queronea, no. Aunque yo no
iría nunca a comer ahí —dando otro mordisco a la torta.
— ¿Cómo sería eso?
— Porque no lavan la olla desde hace 45 años. —tragando el bocado de torta. — Aparte, se me ocurre un asco el solo pensar en ese
caldo de sobras avejentadas.
— ¡No! ¡Lo
de Plutarco! —riéndose,
da un golpecito con la mano al apoyabrazos del sillón.
— (Le señalo hacia la derecha y por sobre su
cabeza, un mapa enmarcado del mundo mitológico, tal cual como lo describió
Homero. No necesita mirarlo. Lo conoce tanto como yo) En “La vida de Teseo” que
está en el primer tomo de “Vidas paralelas, 96 d.C.”, Plutarco, narra que
cuando Teseo regresa con su tripulación de Creta, después de matar al Minotauro
y de abandonar y traicionar a Ariadna, llega en un barco de 30 remos. Con el tiempo, ese
barco se convirtió en el símbolo de la victoria para los griegos, y fue
exhibido en Atenas durante cientos de años. Pero año tras año, sus maderas se
podrían y debían ser reemplazadas por otras. Un día no hubo ninguna madera
original. ¿Era el mismo barco en el cual había regresado Teseo? —doy un
sorbo al té y ahora soy yo quien espera a que diga algo.
— ¡Claro!,
entiendo, ¿hasta dónde se mantiene la identidad de las cosas? —usa una erotema, lo hace continuamente para masticar una idea, luego, se responde ella misma y la ingiere — La identidad de las cosas tiene un límite. ¿Querés que te haga unas pastas?
— Te pasan a buscar en 45 minutos, son las 8 y
media de la mañana y estoy desayunando. ¡Recién hiciste el desayuno! —doy otro
sorbo al té.
— Es que anoche soñé con un cuento de Murakami en el
que un tipo japonés quiere comer fideos a las 10 de la mañana y no lo dejan.
— ¿Y? A menudo hay un japonés en los cuentos de
Murakami —riéndome — ¿será
porque es japonés? —doy un mordisco a la torta.
— ¡Chistoso! —sacándome
la lengua — Es que me dieron ganas de comer fideos a las 10
de la mañana y, como sabes que no como fideos, te los quiero hacer a vos. Me
acuerdo de que al tipo no le dejan comer los fideos tranquilo —riéndose — cuando los va a sacar del agua, lo llama una mujer para tener sexo
telefónico —riéndose más fuerte.
— Sí, es el que su mujer le pide que busque el gato
que se le perdió. No lo encuentra y se queda
dormido, con una adolescente, en el jardín de una casa deshabitada.
— Dale, ¡por favor!. ¿Me dejas que te los haga
antes de irme? —habla en
tono de ruego — Si no los
querés ahora, te los podés comer a las 10 de la mañana —riéndose,
le empieza a temblar todo el cuerpo y se le cae la cucharada de lentejas sobre
la pollera. Se tienta y no puede dejar de reírse. Las lentejas saltan en su
falda como pororó al ritmo de la risa y del estremecimiento del cuerpo.
— Bueno,
dale. Haceme unos fideos —le
digo y, de a poco,
domina y mata a la risa.
Terminé de
acomodar las seis historias clínicas de los pacientes del día y olí la salsa.
Apreté en la mano los cuentos de F. Scott Fitzgerald que
estaba leyendo y bajé a la cocina. Betty Blue cantaba “Life after” de Schuyler Fisk, haciéndola algo más ligera y bastante más
desafinada. Veo que echa los
fideos en un jarro con agua hirviente. En la hornalla de al lado, la salsa
burbujea en una cacerola — Te hago unos Viktor Frank, ¿está bien? —son unos
fideos en forma de resorte, que, para ella, simbolizan el concepto de
resiliencia de Frankl. Este es solo uno de los tantos códigos que se inventa,
porque está sinceramente convencida de que las relaciones se edifican sobre
pequeños códigos compartidos, como el de las langostas en “Annie Hall, 1977”.
— ¿Me estás preguntando? Porque vi que ya los
estás cocinando, ¿y si hubiese querido espaguetis o esos tubitos que veo ahí en
el tarro? —señalándole con el
dedo uno trasparente en la pila de tarros de pastas y cereales, y sentándome a la mesa expectante por verla
sentirse descubierta. No se da por aludida. Nunca lo hace.
— Es que te leo la mente y sabía que querías los Frankl —montándose a horcajadas sobre mi falda y dándome un beso — ¿Me vas a
extrañar?
— Por supuesto, siempre te extraño —oigo la
bocina de la traffic que la pasa a buscar, ella no — Te están
esperando afuera —pongo mi dedo índice bajo su mentón y le dirijo la cara hacia la puerta de calle.
— ¡Uh! —incorporándose
echa los fideos en el colador. Corre a la puerta y, abriéndola, saca la cabeza
y el brazo en señal de que está y que la esperen. Sube corriendo las escaleras,
baja con su bolso y lo deja apoyado en la puerta. Sirve los fideos en un plato
hondo. Le agrega abundante salsa —No llego a
lavar, ¡perdón!. Ese vaso con granadina es todo lo que queda, te hice la lista
de compras, está pegada en la heladera. Me llevo “Manhattan transfer, 1925” de John Dos Passos porque no
tengo nada para leer en el viaje. Traté de juntar los libros para que no veas
el espacio, pero quedaban flojitos. Entonces, para que no te angusties, lo rellené con una
bombacha —riéndose a carcajadas — El viernes
te lo devuelvo, ¡lo prometo! —son las 9 y 15 hs. Me da otro beso todavía
riéndose.
— Avisame cuando llegues y no me subrayes el libro
—le digo mirando los fideos, justo cuando está
cerrando la puerta.
Hace unas semanas
necesité releer un cuento de “El libro de los amores ridículos, 1969” de
Kundera para dárselo como tarea a un paciente, y lo encontré subrayado. No solo
eso, sino que todos los números de página estaban prisioneros por un
corazoncito. ¡Las 257 páginas! ¿Quién hace eso con un libro de ficción y que,
además, no es suyo? Betty Blue. Estuve media hora borrando con la goma. Al
menos usa lápiz. Ella dice que necesita interactuar con los libros para poder
disfrutarlo con todos los átomos del cuerpo. Yo le digo que subrayar un libro
es como analizar, con la perspectiva del transcurso de los años, las que alguna
vez fueron grandes preocupaciones. Cuando se vuelve a leer el libro, muchos
años después de haberlo subrayado, uno se dice para sus adentros, ¡puede ser
que haya subrayado semejante tontería!
— (Vuelve a entrar y agarra un lápiz del lapicero
que sostiene libros en uno de los estantes junto a la puerta) No te olvides de
regar estas plantas de acá afuera. Las dos macetas. Están tremendamente secas.
Abrigate para salir que hace mucho frío y hay viento desplumador. ¡Que la vida
te coma a besos! —con el
lápiz hace un dibujo en el
aire que, en el idioma gráfico que inventó, significa “abstractamente”, y se lo
lleva guiñándome un ojo.
Oí que saludó al chofer, la puerta se cerró y la
traffic arrancó. Mientras trataba de acordarme en que libro de Murakami
estaba ese cuento, comí los fideos. Estaban ricos. Ana Belén
cantando “Peces de ciudad” me avisaba que me había llegado un mensaje de
whatsapp. Miré el teléfono. Betty Blue me recordaba que saque la bombacha antes
de que la viera un paciente y me preguntaba como estaban los fideos. El primer
paciente lo tenía al mediodía. A la noche había dormido casi dos horas. Puse el
plato en la bacha. Llené la jarra de la licuadora con agua. Abrí la puerta de
calle y salí vestido como Jeff “The Dude” Lebowski al supermercado, pero con
zapatos y medias media caña de rombos. Estaba desabrigado y el frío hacía
parecer que tuviera menos huesos de los que tenía. Podía ver mi aliento
flotando en el aire. Lancé el agua de la jarra dentro de la primera maceta.
Entré y la llené una vez más. Cuando la estaba vertiendo en la segunda maceta,
se abrió el portón. Era una de las gemelas. En contadas ocasiones acierto cuál
es una y cuál es la otra. Ellas se sienten como leonas en la sabana dentro de
esa confusión. Y no da margen a la duda de que le han exprimido el jugo en más
de una ocasión.
— ¡Lindas
medias! ¡Sexis! —me sonríe
mirándome fijamente con una de esas miradas que jamás me habían echado
vistiendo un pantaloncito de dormir marrón que estuvo de moda durante el
mundial de fútbol de 1978.
Sonreí fugazmente, viéndola sin mirarla, pensando
de ese contraste, fondo-figura y profundidad de campo, que tan bien sistematizó
Orson Welles en “El Ciudadano, 1941”. Porque mucho más allá de la gemela, a
través de los hierros, vi a Blanco, que bajo la protección del canasto de la
basura, seguía hecho una bola de pelos. Recordé eso de los esquís. Y, mientras me anudaba el albornoz a la cintura,
exhalé un enjuto buen día. Entré a mi casa, agarré el libro de Fitzgerald y me
acurruqué en el sillón, por debajo del centro de gravedad
Agosto 2023