El último sol de la tarde, con matices de luces y
sombras, rompía contornos pintando todo de un color damasco como esas
pinceladas fragmentadas en las obras impresionistas de Pissarro.
Cualquier día estaría abarrotado de gente. No es
cualquier día. Argentina juega la semifinal del campeonato mundial de fútbol.
El bar no tiene televisor, por esa razón lo elegí. Un único camarero,
atusándose el bigote y acodado en una de las esquinas de la barra, hojea, con
aire despreocupado, el arrugado folleto de publicidad de un supermercado. En la
otra esquina, frente a la caja registradora, una mujer gruesa, de pelo
bermellón y doble papada, garabatea números en un cuaderno verde de vértices
roídos. El bar es lo suficientemente moderno como para parecer antiguo. Todo
luce como recién envejecido.
Se sentaron a la mesa de la vidriera, por delante
de la mía. A mi derecha, más allá de cuatro mesas y desde la pared opuesta,
pende, en un soporte torcido, una copia a dos escalas de “Sunlight in a
cafetería, 1958” de Edward Hopper. Yo intento leer unos cuentos de Guy de
Maupassant, pero la voz chillona y empalagosa de ella resulta una
contraindicación para la atención.
— ¡No le pongas desde ahí!, vas a dejar caer
mucho y no lo vas a poder tomar —quitándole, delicadamente de la mano, el
frasco con un pico de metal con la abertura exageradamente abierta.
Se apropia de la cucharita del platito de él,
vierte sobre ella azúcar del frasco, la echa dentro de la taza, y supervisa,
con una de esas miradas que no están en el lugar donde deberían estar, como se
desmorona y desaparece debajo de la superficie del café caliente.
— ¿Sabes
qué?, —viendo como al girar, la cucharita hace remolinos con el líquido espeso—
¿te acordás cuando en Córdoba me contaste la batalla de Waterloo con tres
piedritas y un manojo de fósforos?
— Claro
que me acuerdo. Son cosas de las que no me voy a olvidar jamás. —Acompañando
una breve pausa, como para estructurar el relato que iba a comenzar, con un
gesto de tristeza y resignación— Fue en ese extraño bar que hacía que uno se
sintiera dentro de un cuento de los hermanos Grimm. El bar estaba atestado con
duendes de cerámica y yeso. Había duendes hasta pintados en las paredes e
impresos en las tazas. Camuflado entre lo irreal del lugar, en un pequeño
escenario y sentado a un piano de juguete, un enano real tocaba, con moderada
destreza, el preludio en do mayor de Bach.
— ¡Más bien era un Liliputiense de Jonathan
Swift! —interrumpiéndolo y esbozando una inclasificable sonrisa oblicua.
— Cuando nos íbamos llovía y no teníamos
paraguas. —Sin reparar en la acotación, continúa el relato retirando la mano
de la mesa ante el intento de ella por tocarla con la suya— Parecía el diluvio
de los sumerios. Todo se hizo agua y barro. Vos, con unos stilletos de 10 cm,
quedabas encajada a cada paso en ese sendero que se había convertido en un
pantano. Tropezaste, caíste de bruces y rodaste aparatosamente, quedaste
completamente embarrada y con una minifalda blanca de cinturón. Te reías y
perdiste un zapato; no lo pudimos encontrar. —Ella alza la vista y lo mira. Él
la evita desviando la mirada hacia la calle y, haciendo otra pausa, da un sorbo
al café— Te seguiste riendo hasta que llegamos y dijiste que estabas segura de
que te lo había robado un duende. Volvimos al día siguiente y dejaste el otro
zapato junto al gigantesco duende de yeso que hacía de recepcionista en la
entrada del bar. Le dijiste que si conocía al duende ladrón, que le diera
también ese; que no resultaba cómodo andar por ahí con un solo zapato.
Sus ojos chocaron a sesenta centímetros de
distancia, y rebotaron precipitándose en lo profundo de lo sin retorno, como
esos envoltorios de caramelos en el abismo Challenger de la fosa de las
Marianas.
— Estuve con demasiados hombres como para no
saberlo. Como para no estar segura. No estar con vos y pensar que alguna vez
tendría que volver a estar con alguien distinto, sería como si el Duque de
Wellington, después de Waterloo, se despatarrara en la alfombra de su cuarto
para jugar con soldaditos de plomo. ¡Prometeme que siempre vas a estar conmigo!
¡No me dejes sola! ¡Prometeme que no me vas a dejar! —y buscó la complicidad de
su mirada, pero la vista de él permanecía suspendida sobre la mesa, perdida
entre el collage de objetos inanimados.
— Debo ir hasta el baño —dijo finalmente tras una
larga pausa. Mientras se incorporaba, sin mirarla, guardó el teléfono en el
bolsillo interno del saco.
De soslayo, lo vio pasar a su lado rozándole el
cuerpo. Tuvo el impulso de sujetarlo desde la martingala, que, por un botón
desabrochado, caía vertical en la espalda como un badajo en desuso. Recordé a
Pierre Lévy, y que una martingala es, en la teoría de las probabilidades, una
serie de variables en secuencia aleatoria, que da la esperanza de una variable
futura, semejante a la del pasado. Solo eso, una esperanza para perdedores
compulsivos. No sé si ella creía en eso de la manifestación de lo simbólico,
pero se contuvo. Sintió el retumbar de los pasos a través de las tablas
crujientes del piso, alejándose por detrás de su espalda. Escuchó que,
susurrando, pedía la cuenta al camarero. Oyó el abrir y el cerrar de la gran
puerta que limita el bar con la calle, después, nada más.
Lo vi escabulléndose. Cruzó la casi desierta avenida
con las manos insertas dentro de los bolsillos de un gabán al estilo Corto
Maltés. Con la agilidad que descubre quién está embarcado afanosamente a la
fuga, y haciendo zigzag entre el escaso tráfico, procuraba mantenerse fuera del
ángulo de visión de ella. Se me antojó que iba carcomido por la culpa, como la
fruta carcomida desde el centro por un gusano. Lo seguí con la mirada hasta
que, a lo lejos y a la derecha, desapareció al doblar la esquina. Supuse que
esa sería la última vez que lo veríamos.
Ella no necesito voltear, escondió la cara entre
las manos, y se echó a llorar.
Pensé que sería estupendo si existiera alguien,
algún otro, que construyera un malecón para esas lágrimas. Yo no podía hacer
nada. ¿Qué podía hacer un polizón en un poema de Prévert?
Una mariposa, color damasco con pintas negras, se posó en una de las petunias que habitan el descuidado cantero de barro de la vereda, bajo el ventanal. Guy de Maupassant se preguntaría si esa mariposa no sería una flor que vuela. Voló. La naturaleza contuvo el aliento, la mariposa quedó flotando en el viento, probablemente confundida entre unos acordes de Bob Dylan. Y ahí, desde lo más profundo de ese silencio desgarrador, surgió al unísono, desde cada rincón de lo que está por afuera, la aturdidora euforia de millones de vidas insignificantes, diariamente ametralladas con frustraciones, fracasos y derrotas, que, en un grito de gol desesperado, se autoconvencían de que el triunfo de aquellos jugadores, también era su triunfo.
*Sobre el poema “Desayuno” de Jacques Prévert, incluido en “Palabras, 1945”
Pintura: Edward Hopper, Sunlight in a Cafeteria, 1958