El último sol de la tarde, con matices de luces y sombras, rompía contornos pintando todo de un color damasco como esas pinceladas fragmentadas en las obras impresionistas de Pissarro. Cualquier día estaría abarrotado de gente. No es cualquier día. Argentina juega la semifinal del campeonato mundial de fútbol. El bar no tiene televisor, por esa razón lo elegí. Un único camarero, atusándose el bigote y acodado en una de las esquinas de la barra, hojea, con aire despreocupado, el arrugado folleto de publicidad de un supermercado. En la otra esquina, frente a la caja registradora, una mujer gruesa, de pelo bermellón y doble papada, garabatea números en un cuaderno verde de vértices roídos. El bar es lo suficientemente moderno como para parecer antiguo. Todo luce como recién envejecido. Se sentaron a la mesa de la vidriera, por delante de la mía. A mi derecha, más allá de cuatro mesas y desde la pared opuesta, pende, en un soporte torcido, una copia a dos escalas de “Sunlight in a ca
Para leer este cuento en formato PDF, picar sobre esta frase. El sol había salido una hora atrás y, todavía bajo, se escondía por detrás de una gruesa palmera. El viento era cosa seria. Las tejas crujían intentando desencajarse y salir volando. Betty Blue me había explicado que cuando un esquiador se desliza por una pendiente demasiado pronunciada, debe acuclillarse hasta estar prácticamente sentado sobre los esquís. La nieve salpica el cuerpo, pero eso no es importante, me dijo. Lo vital es procurar ir por debajo del centro de gravedad. Blanco, el perro de la agencia de seguros cruzando la calle, se acurrucó debajo del canasto de la basura intentando reducirse a una bola de pelos. El viento helado de invierno se cuela entre los dos árboles pelados de la vereda, vence al pesado portón de hierro y, en las jardineras amuradas al alfeizar del ventanal de la biblioteca, hace bailar psicóticamente a los malvones. El portón separa del mundo exterior a los siete dúplex del predio. El mío es e